El jugador - Fedor Dostoiewski
Novgorod. Ignoro cómo trabó conocimiento con el general. Se me
antoja que está locamente enamorado de Polina. Cuando ella
entró se le encendió a él el rostro con todos los colores del ocaso.
Mostró alegría cuando me senté junto a él a la mesa y, al parecer,
me considera ya como amigo entrañable.
A la mesa el francesito galleaba más que de costumbre y se
mostraba desenvuelto y autoritario con todos. Recuerdo que ya en
Moscú soltaba pompas de jabón. Habló por los codos de finanzas y
de política rusa. De vez en cuando el general se atrevía a objetar
algo, pero discretamente, para no verse privado por entero de su
autoridad.
Yo estaba de humor extraño y, por supuesto, antes de mediada
la comida me hice la pregunta usual y sempiterna: «¿Por qué
pierdo el tiempo con este general y no le he dado ya esquinazo?».
De cuando en cuando lanzaba una mirada a Polina Aleksandrovna,
quien ni se daba cuenta de mi presencia. Ello ocasionó el que yo
me desbocara y echara por alto toda cortesía.
La cosa empezó con que, sin motivo aparente, me entrometí de
rondón en la conversación ajena. Lo que yo quería sobre todo era
reñir con el francesito. Me volví hacia el general y en voz alta y
precisa, interrumpiéndole por lo visto, dije que ese verano les era
absolutamente imposible a los rusos sentarse a comer a una mesa
redonda de hotel. El general me miró con asombro.
-Si uno tiene amor propio -proseguí- no puede evitar los
altercados y tiene que aguantar las afrentas más soeces. En París,
en el Rin, incluso en Suiza, se sientan a la mesa redonda tantos
polaquillos y sus simpatizantes franceses que un ruso no halla
modo de intervenir en la conversación.
Dije esto en francés. El general me miró perplejo, sin saber si
debía mostrarse ofendido o sólo maravillado de mi desplante.
-Bien se ve que alguien le ha dado a usted una lección -dijo el
francesito con descuido y desdén.
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