El jugador - Fedor Dostoiewski
-Bueno, ¿y qué? Ahora arrégleselas como pueda -respondió sin
mirarme y se dirigió a la escalera.
Toda esa tarde estuve paseando por el parque. Atravesándolo y
atravesando después un bosque, llegué a un principado vecino. En
una cabaña tomé unos huevos revueltos y vino. Por este idilio me
cobraron nada menos que un tálero y medio.
Eran ya las once cuando regresé a casa. En seguida vinieron a
buscarme porque me llamaba el general.
Nuestra gente ocupa en el hotel dos apartamentos con un total
de cuatro habitaciones. La primera es grande, un salón con piano.
Junto a ella hay otra, amplia, que es el gabinete del general, y en
el centro de ella me estaba esperando éste de pie, en actitud
majestuosa. Des Grieux estaba arrebañado en un diván.
-Permítame preguntarle, señor mío, qué ha hecho usted -dijo
para empezar el general, volviéndose hacia mí.
-Desearía, general, que me dijera sin rodeos lo que tiene que
decirme. ¿Usted probablemente quiere aludir a mi encuentro de
hoy con cierto alemán?
-¿Con cierto alemán? Ese alemán es el barón Burmerhelm, un
personaje importante, señor mío. Usted se ha portado
groseramente con él y con la baronesa.
-No, señor, nada de eso.
-Los ha asustado usted.
-Repito que no, señor. Cuando estuve en Berlín me chocó oír
constantemente tras cada palabra la expresión ja wohl! que allí
pronuncian arrastrándola de una manera desagradable. Cuando
tropecé con ellos en la avenida me acordé de pronto, no sé por
qué, de ese ja wohl! y el recuerdo me irritó... Sin contar que la
baronesa, tres veces ya, al encontrarse conmigo, tiene la
costumbre de venir directamente hacia mí, como si yo fuera un
gusano que se puede aplastar con el pie. Convenga en que yo
también puedo tener amor propio. Me quité el sombrero y
cortésmente (le aseguro que cortésmente) le dije: Madame, j'ai
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