EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 96
El capitán llamó a uno de los tripulantes, un tipo de cerca de dos metros de
estatura y poderosos bíceps.
—Agárrame bien —le ordenó el capitán—. Y no me sueltes por mucho que
grite.
El hombre murmuró su respuesta al tiempo que rodeaba con su brazo el
tronco del capitán. Padre introdujo los alicates, buscó un punto de agarre y
empezó a tirar. El capitán gruñía, pero la muela terminó por salir. El marinero
soltó al capitán, que escupía sangre, y Padre le pidió a Daniel que fuese a lavar
los alicates.
—Me he fijado en sus dientes —comentó el capitán—. Jamás había visto
nada tan blanco. Y son fuertes, como los de un depredador.
—Tonterías —rechazó Padre—. Es por la ausencia de azúcar en su dieta.
—Y y o que creía que los negros eran como los niños y que les gustaban los
dulces.
—Pues estabas equivocado.
El capitán seguía escupiendo sangre; el cocinero anunció que el desay uno
estaba listo cuando Daniel volvió con los alicates limpios.
Aquella noche, Padre se sentó a emborracharse con el capitán. Daniel se
mantuvo en cubierta, aunque el viento soplaba helado. El marinero alto sujetaba
el timón y otro, que era su opuesto, escuálido y de baja estatura, encendió los
faroles antes de encaminarse a proa a su puesto de vigía. Daniel vio el centelleo
de una luz en medio de la oscuridad. Del camarote de popa se oía la risa
estentórea del capitán. Daniel pensó de pronto que Padre debía de quererlo
mucho, pese a que, seguramente, para él sería un gran inconveniente llevarlo
consigo en aquel largo viaje. Le había encargado ropa, le había enseñado el
idioma y, sobre todo, cómo se abrían y se cerraban las puertas. Aunque Be y
Kiko acudían a sus sueños por las noches, Padre estaba allí para cuidarlo. Incluso
lo había amarrado para que no se perdiese en el fondo del mar. Sería injusto por
parte de Daniel si, llegado el momento, no le dijese que y a había aprendido a
caminar sobre las aguas y que pensaba regresar a la arena del desierto y a sentir
el calor bajo las plantas de los pies. Le prometería, eso sí, no olvidar nunca cómo
se abrían y se cerraban las puertas, aunque en los lugares en que ellos solían
levantar el poblado apenas si había puertas.
El marinero que había encendido los faroles se acercó a Daniel.
Ambos estaban junto a la borda.
El firmamento brillaba limpio y claro.
Dijo que se llamaba Tobias. Tobias Näver. Le contó que había sido soldado,
pero que después lo habían borrado de algo que llamaban listas, porque en unas
prácticas le atravesaron el muslo con una bay oneta y estuvo a punto de
desangrarse. A partir de entonces se hizo marinero. En una ocasión viajó muy