EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 90

que la puerta estaba cerrada con llave, no podía salir de la casa, de modo que se quedaba tumbado en la cama pensando en lo que había soñado. Be le habló y le dijo que lo echaba de menos. « Soy un niño» , se dijo. « He viajado demasiado lejos. Mis padres y las demás personas con las que vivía están muertas. Y aun así siguen vivos. Aun así me son más cercanos que el hombre llamado Padre y esa mujer, que no se atreve a aproximarse a mí lo suficiente para que pueda tocarla. Mi viaje ha sido demasiado largo. Estoy en un desierto que me es ajeno y los sonidos que me rodean me resultan extraños» . Por las mañanas Daniel se preguntaba si no sería mejor que también él muriese. Entonces podría buscar a Kiko y a Be y a los otros. En sus sueños sentía siempre la calidez de la arena bajo sus pies. La única arena que podía disfrutar allí eran los granos que había encontrado en las cajas donde transportaron los insectos. Por las mañanas solía despertarse llorando. Pensaba que debería contarle a Padre lo importante que era que volviese en cuanto hubiese aprendido a cortar las palabras del nuevo idioma. Padre lo comprendería. Daniel no quería llegar a ser como todos aquellos insectos extraños, clavado en un alfiler detrás de un cristal. La diferencia entre la puerta cerrada y el cristal que cubría los insectos era mínima. Cuando oía que abrían la puerta de la casa, fingía dormir. Cuando volvía a quedarse solo, salía a hurtadillas, bajaba la escalera y se iba con los animales. Había trabado amistad con una gata negra que no tenía cola. La gata lo seguía adondequiera que fuese, cuando orinaba junto al árbol o mientras le daba heno al caballo. A mediados del mes que llamaban octubre y a había aprendido la lengua tan bien que pronto podría explicarle a Padre que debía volver a casa. Ahora y a anochecía muy temprano. Dormía más y los sueños se ampliaban, eran más largos y más claros. Mantenía largas conversaciones con Be, que se mostraba impaciente por su tardanza en regresar. A veces acompañaba a Kiko a la montaña donde el antílope parecía congelado en su carrera. Una mañana, Padre le explicó que había terminado su trabajo con los insectos y que partirían dentro de unos días. —¿Vamos a volver? —preguntó Daniel con el corazón agitado y acelerado de alegría. —¿A volver adónde? —Al desierto. —Jamás volverás al desierto. Tu vida está aquí. Estás aprendiendo a hablar, a llamar a las puertas, a inclinarte ante la gente y a entrar cuando se te pide. Pronto viajaremos a una ciudad en la que mostraré mis insectos. Pero también pienso