EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 88

gatos, la ternera, el caballo y los cerdos. Una vez limpia, la casa dejó de apestar y Padre empezó a sacar sus cajas. A Daniel le asombró la cantidad de insectos que había traído de regreso a su país. ¿Para qué necesitaba tantos animales muertos? Empezó a preguntarse si Padre no sería un mago, si no tendría una relación especial con las fuerzas que regían las vidas humanas. ¿Poseería la facultad de hablar con los muertos? Daniel lo observaba mientras ordenaba los insectos por grupos, los clavaba en un alfiler y los metía en cajas que cubría con un cristal. En aquellos días, además, Padre empezó a enseñarle a Daniel su lengua más en serio. Todas las mañanas, y todas las tardes se sentaban en el cenador o, si llovía, en una habitación de la planta alta. Padre se mostraba muy paciente y Daniel pensó que no tenía nada que perder si aprendía aquella lengua extraña. Dejó que las hachas cay esen sobre su garganta, aprendió las palabras y comprendió que también él podía entenderlas. Padre no se encolerizaba ni se enojaba jamás. De vez en cuando, acariciaba su mejilla y le decía que aprendía rápido. Además del idioma, Daniel aprendió a abrir y cerrar puertas. Practicaba con la puerta que daba al despacho de Padre. Cuando los ejercicios comenzaron, Daniel y a había empezado a entender la nueva lengua. —Las puertas son tan importantes como el calzado —le explicó Padre—. Cubrimos los pies con zapatos para protegernos del frío y de la humedad. Pero también para mostrar la propia dignidad como ser humano. Los animales no llevan zapatos. Las personas sí. Lo mismo sucede con las puertas. Antes de cruzarlas hay que llamar. No puedes entrar si no te contestan y te dan permiso. En ese caso, vuelves a llamar, con algo más de ímpetu, quizá, pero sin impaciencia. De ser necesario, puedes llamar una tercera vez, sin perder el control. Venga, a practicar. Llama, espera la respuesta, abre, haz una leve inclinación y cierra cuando hay as entrado. Daniel salió y cerró la puerta. Después, dio unos golpecitos y abrió. —Mal —le dijo Padre—. ¿Qué es lo que no he hecho? —El señor no ha dicho nada. —No debes llamarme señor. Soy tu padre. Y así es como has de llamarme, Padre. —Paadre. —No alargues la « a» . ¿Cuántas veces no te lo habré dicho? Venga, repítelo. —Padre. —Mucho mejor. Practica con la puerta. Daniel salió y cerró la puerta una vez más. Brevemente, evocó otra vez la imagen de Kiko coloreando de grana el ojo del antílope. Después llamó a la puerta. No obtuvo respuesta, de modo que volvió a llamar.