EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 86
fuese un cerdo. Daniel rompió a reír. Por fin conocía a alguien a quien le pareció
entender. Aquella mujer jugaba igual que Be y Anima, su hermana, y que todas
las demás mujeres salvo las más viejas, que no tardarían en apartarse para
morir.
—Leonora —dijo Padre señalando a la mujer.
« Leonora» , repitió Daniel para sí. « Ese es su nombre. Tan largo y tan difícil
de pronunciar como Daniel» .
La mujer desapareció gritando entre los arbustos. Padre le indicó a Daniel
que bajase del pescante y ambos cruzaron la agrietada puerta. Las cortinas,
rasgadas, apenas cubrían las ventanas; había gallinas posadas sobre los marcos de
los cuadros y las barandillas de las escaleras, y los gatos, con el pelaje deslucido,
dormitaban sobre las sillas y los sofás. El suelo estaba cubierto de excrementos.
Tanto Padre como Daniel hicieron un gesto de repugnancia ante el hedor
insoportable. Al fondo, en un rincón, había una ternera. Daniel volvió a reír de
buena gana. Acababa de entrar en una casa que estaba viva.
Pero Padre se enojó.
—Este maldito desastre no es para reírse. Más bien para llorar.
« Maldito» . Ahí lo tenía otra vez. Daniel retrocedió ante el azote que esperaba
que le propinaría Padre. Sin embargo, este tomó la pala apoy ada contra un sofá
que un día fue rojo pero que ahora estaba blanquecino a causa de la capa de
gallinaza. Padre empezó a espantar a los gatos y a las gallinas, que huy eron
maullando y cacareando en todas direcciones. La ternera resbaló en el amasijo
de excrementos y Padre hizo añicos la puerta y echó a los animales hasta que
solo quedó una gallina aleteando subida a una viga. El esfuerzo le provocó un
ataque de tos. Un acceso tan violento que salió con pie vacilante al jardín para
vomitar. Daniel fue tras él. Cuando se le pasó el ataque, Padre se sentó abatido
sobre un peldaño de la escalinata.
—No tendría que haber venido —se lamentó—. Y esa maldita mujer ha
perdido el juicio.
Daniel se tumbó boca arriba, desensilló el caballo y lo llevó al prado. De la
mujer no había el menor rastro. El animal lo observaba con la mirada empañada
de cansancio. Y desde la escalinata que quedaba a su espalda oy ó a Padre
lloriquear como un niño.
De repente, se incorporó con un rugido. Su ropa, y a sucia del viaje, estaba
ahora embadurnada de estiércol de los animales. Empezó a gatear sobre la
hierba. Daniel lo seguía a distancia, junto con el caballo. Llegaron a un
bosquecillo de arbustos silvestres donde había un agujero. Padre se coló por él y
desapareció. Daniel se preguntó si querría estar solo. Aunque su experiencia le
decía que la gente que lloraba y gateaba rara vez quería estar sola. De modo que
se agachó y entró por el agujero. Allí dentro había una habitación sin techo. Y,
por primera vez, Daniel comprendió que también en aquel país había espacios sin