EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 77
a sus pies y a sí mismo, para dejar claro que, para caminar, no necesitaba llevar
nada en los pies. No quería avanzar arrastrándose, no quería perder las ganas de
caminar. Pero ahí se equivocó, pues fue la primera vez que el hombre que aún no
había empezado a roncar se enfadó con él. Se le arrugó la frente y entrecerró los
ojos y Molo crey ó que lo azotaría, que quizá lo arrojaría por la borda. Sin
embargo, no sucedió nada de eso, sino que al día siguiente le dio otro par de
zapatos, más pesados aún que los anteriores. Entonces recordó algo que le había
contado Kiko acerca de las caravanas de esclavos que vio una vez, cuando era
joven y se encontraba muy al norte del desierto. Un día, estando escondido tras
una roca, vio a unos hombres blancos que azotaban a un grupo de hombres
encadenados, todos negros, y los obligaban a caminar hacia la costa. Cuando
volvió, se lo contó a Be. Mucho después, cuando Molo nació, también le refirió la
historia. Y ese recuerdo se reavivó cuando lo obligaron a llevar unos zapatos que
le pesaban y que disipaban sus ganas de moverse.
Molo se levantó de la cama y se acercó despacio a la puerta. Había bebido
mucha agua en la cena y necesitaba orinar. En el desierto podía hacerlo en
cualquier sitio, salvo en el fuego o donde Kiko desollaba los animales o donde Be
cocinaba. Aquí, en cambio, era diferente. En el barco lo hacía por la borda. Y el
hombre lo sujetaba. Molo se preguntaba si era tan necio como para creer que él
se arrojaría al mar. Cuando llegaron a tierra, lo de orinar se convirtió en un grave
problema, por no hablar de cuando le venían aguas may ores. Tenían habitaciones
especiales con pequeñas cajas de madera sobre las que debía sentarse. En la
casa no había visto ninguna caja de esas; pero había comprendido que debía
orinar sin que nadie lo viera y que no debía dejar el menor rastro. Y así estaba,
desnudo en medio de la habitación, buscando dónde orinar. Sobre la mesa había
una maceta con una palmera. Metió un dedo y se lo llevó a la nariz. La tierra
estaba mojada y olía a lluvia.
Si orinaba allí, seguro que rebosaría y el hombre se enojaría con él al
despertarse. La jarra blanca para el agua estaba vacía. Allí podría orinar, solo
que los orines seguirían allí al día siguiente. Si intentaba orinar por la ventana, el
hombre se despertaría sin duda y creería que se había convertido en pájaro. Se
acercó a la puerta y la abrió con sigilo. De la pared del pasillo colgaba un candil.
Cerró la puerta sin hacer ruido. Era otra de las cosas que había aprendido: había
que abrir las puertas de modo que se oy esen, pero cerrarlas siempre
silenciosamente. El pasillo estaba desierto y todas las puertas cerradas. Caminó
despacio sobre la suave alfombra. Era como caminar por la arena, se dijo.
Detrás de una de las puertas oy ó llorar a una mujer. Sonaba como cuando Be dio
a luz a un niño muerto, el último que alumbró antes de que los hombres viniesen a
matarla con sus lanzas. Se detuvo y orinó en la alfombra. El tejido absorbería la
orina igual que la arena. Entonces, de repente, se abrió una de las puertas. Un
hombre con el torso desnudo y con una barriga enorme que ocultaba su sexo