EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 76
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Fue Be quien le enseñó lo que sabía de los sueños. Serpenteaban como
senderos por el interior de los hombres, los caminos no eran pisadas que seguir en
el desierto, sino algo que los hombres llevaban dentro, en los espacios a los que
solo los dioses tenían acceso. Be era su madre, su sonrisa aún brillaba en su
interior, pese a que lo último que recordaba era la sangre que le corría por los
ojos y el grito interrumpido con brusquedad en su garganta.
El niño, que se llamaba Molo, y acía despierto junto al hombre cuy a mirada
siempre deambulaba de un lado a otro. Ya no le tenía miedo, y a no temía que
llevase una lanza escondida a la espalda, como los que habían matado a Be y a
Kiko. Además, precisamente aquella noche se había divertido, el hombre casi
provocó su risa mientras comían en la gran sala, pues bebió algo que lo hizo
caminar como si sus pies se moviesen por la cubierta de un barco. Ignoraba qué
habría en las botellas, pero grabó aquello en su memoria: en aquel extraño país
donde el sol parecía no ponerse jamás tenían en botellas las ondulantes aguas del
mar. Plasmó en su cabeza las etiquetas, con vistas al día en que regresara
s urcando el mar para volver al desierto.
Procuraba no moverse en la cama. El hombre aún no había empezado a
roncar. Aún dormía de costado. Solo empezaría a roncar cuando se pusiera boca
arriba. Molo aguzó el oído en la penumbra. Alguien reía en la calle. Unos zapatos
resonaban sobre el empedrado. Pensó en todos los sonidos que se veía obligado a
registrar en su cabeza. En el desierto jamás se oían los pasos de la gente. El
viento podía silbar, pero los pasos siempre eran silenciosos. Podían oírse las voces
de la gente desde muy lejos, y los bramidos de los antílopes cuando estaban en lo
que Be llamaba « celo» , que quería decir que buscaban una hembra con la que
aparearse. Molo pensó en los zapatos que se había visto obligado a aprender a
usar a bordo del barco. Grandes y pesados, de madera. Sus pies lloraban en
aquellos zapatos, se encogían como animales moribundos y Molo se preguntaba
por qué no podía ir descalzo, como siempre. Sus pies no querían aquellos zapatos
y los zapatos no querían a sus pies. Por eso arrojó uno por la borda, para consolar