EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 69

agua caliente, le dio el cepillo a Daniel y se sentó en la cama. El pequeño empezó a lavarse. Bengler se percató asombrado de que el niño había entendido cómo hacerlo. Primero la pierna derecha, después el brazo, la axila, el abdomen y después la parte izquierda. Daniel repitió todos sus movimientos. —Aprendes rápido —le dijo—. Ya has adquirido el arte de mantenerte limpio. Cuando se vistieron, bajaron al restaurante. No había cambiado desde la última vez que Bengler estuvo allí. Los candiles estaban encendidos y había un candelabro en cada mesa. Bengler experimentó una secreta esperanza: que allí hubiese alguien que lo reconociese. Los recibió en la puerta el jefe de los camareros, que miró a Daniel estupefacto. Tenía acento danés y les dio la bienvenida. Una vez dentro, Bengler echó una ojeada a su alrededor. No había muchos huéspedes aquella noche de otoño. Solteros solitarios concentrados en sus petacas de ponche, algún que otro grupo poco numeroso. Bengler pidió una mesa junto a la ventana. Las conversaciones iban cesando a medida que ellos avanzaban por entre las mesas. Bengler tuvo la sensación de que debería hacer tintinear una copa y, brevemente, referirle a la concurrencia su viaje al desierto de Kalahari, pero se abstuvo de hacerlo y él y Daniel se sentaron. —Es pequeño —le dijo Bengler al jefe de los camareros—. Dele un cojín para la silla. El hombre se inclinó e hizo venir a un camarero. Bengler no lo reconoció y se preguntó adónde habrían ido a parar todos los camareros que él conocía de antes. Después de todo, solo había estado fuera poco más de un año. Al cabo de unos minutos, le trajeron a Daniel un cojín de terciopelo. Bengler examinó la carta, se asombró de cómo habían subido los precios y, finalmente, pidió chuletas de cerdo, vino, agua para Daniel y, de postre, queso a la naranja. —¿Algún aperitivo? El camarero era viejo y reumático y le olía el aliento. —Una copa de licor y una cerveza —respondió Bengler—. El niño no tomará nada. Cuando le sirvieron la copa, que apuró enseguida, pidió otra. El alcohol lo calentó por dentro y experimentó la imperiosa necesidad de beber hasta emborracharse. Sentado frente a él, Daniel seguía sus movimientos con la mirada. Bengler alzó su copa en un brindis. En ese instante observó que un hombre que se había levantado de una de las mesas próximas a la pared se encaminaba ahora a la suy a. Cuando lo tuvo más cerca, Bengler comprobó que se trataba de un viejo repetidor llamado Öglan. Llevaba en Lund desde que Bengler empezó a ir a la universidad. En una ocasión, hacia finales de la década de 1860, intentó ahorcarse delante de la catedral, pero la cuerda, o más bien la rama, se quebró y el suicida sobrevivió. No obstante, se dañó una de las vértebras del cuello y desde entonces la cabeza señalaba