EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 41
él. Además, lo que le gusta en realidad son los niños de piel canela. Los
embadurna con aceite. Corre el rumor de que una vez, después de haber abusado
de uno de esos niños, lo encontró tan placentero que le prendió fuego. El aceite
con que lo había embadurnado hizo que ardiera en muy poco tiempo.
Bengler intentaba averiguar si Andersson era tan cínico como parecía. ¿Hasta
qué punto estaba imbuido del frío nocturno y de la soledad? ¿Albergaba en su
interior espacios helados, de sentimientos congelados en bloques de hielo, igual
que sus escarabajos, encerrados en frascos de alcohol? ¿O habría algo más?
—Buscaba otro centro existencial —confesó Andersson—. Mi padre era
boticario y pensó que y o debería mostrar la misma pasión por los linimentos.
Pero mi odio por las pomadas es congénita. Así que huí. Me subí solapadamente
a un barco que iba a Gotemburgo con porcelana de Linköping. Y de allí, al
mundo. Hasta que arribé a estas tierras. En una ocasión fui a Suecia, para
enterrar a mi padre. Llegué seis meses después de su muerte, pero dejaron un
agujero en el suelo para que y o pudiese arrojar un puñado de tierra sobre el
ataúd. Aunque lo que arrojé fue arena del desierto. Entonces adquirí el traje
regional para Geijer.
—¿Se llama Geijer?
—Olvidé cómo se llama en realidad, pero y o le puse Geijer. Un nombre muy
bonito. Un tipo listo que escribió algunos poemas que aún recuerdo. ¿Sigue vivo?
—Erik Gustav Geijer murió.
—Todos están muertos.
—Bueno, tú estás vivo, en medio de un desierto.
—Yo me dedico a cazar. Tengo el único centro de comercio donde se deja
entrar a los negros. Aquí no entra ningún alemán. Ellos me odian a mí tanto como
y o a ellos; porque saben que sé cómo son, que conozco su brutalidad, su miedo.
—¿Cazas elefantes?
—Solo elefantes. Y tú, ¿de qué pensabas llenar esos frascos vacíos?
—Voy a clasificar insectos. Catalogarlos y darles nombre.
—¿Por qué?
—Porque es algo que está por hacer.
Andersson lo observó un buen rato antes de responder.
—No me fío de esa respuesta. ¿Hacer algo solo porque aún no está hecho?
—Pues no tengo otra.
Andersson se tumbó y se cubrió con un trozo de tela.
—Puedes quedarte aquí. Necesito compañía. Alguien con quien comer y
alguien que me quite los quistes.
—No tengo mucho para pagar.
—La compañía es suficiente.
De modo que se quedó en el lugar que Andersson había bautizado como Ny a