EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 25

Dios, pero no era más que palabrería de un borracho. Sí que creo en un dios, un dios que castiga, un dios justiciero, que está en todas partes. Cada vez que me masturbaba en los sembrados de Escania me avergonzaba. Siempre presentí que alguien me observaba mientras tenía encima a Matilda. He fingido ser liberal. Me entregué a la fe del nuevo mundo que crearán los ingenieros y el vapor. Desprecié al pastor Cavallius de Hovmantorp el día en que aseguró que el ferrocarril era un engendro del Diablo. Finjo fe en el futuro, resistencia a todo lo antiguo, cuando en realidad tengo miedo de cuanto no puedo predecir. Soy la persona menos indicada para hallarse bajo este árbol, en África, como guía de una expedición en busca de un insecto desconocido. Wackman tenía toda la razón, claro está. Me caló enseguida. Vio al lunático oculto tras esa forzada gravedad mía» . Volvió a la sombrilla sintiendo el miedo como un nudo en el estómago. Cruzó las manos y rezó una plegaria. « Busco una verdad, pero no tiene que ser una gran verdad. Basta con que exista. Amén» . Neka, que era obeso y deforme, se despertó y fue a orinar junto al árbol. Después, volvió al carro y se echó otra vez a dormir. Bengler empezó a pensar en el científico inglés cuy as tesis habían discutido en el bar de los estudiantes de Småland a altas horas de la noche. El hombre había viajado por todo el mundo en un buque del almirantazgo británico, hasta que regresó a Inglaterra con la teoría de que el hombre era un mono. Bengler apenas se había pronunciado durante las acaloradas discusiones. Los teólogos se unieron del lado de Dios como un solo hombre, disparando con las palabras de la Biblia contra las tropas de librepensadores que irrumpían por doquier. Y los librepensadores utilizaron los instrumentos de Darwin para destripar los argumentos de los teólogos con sus pequeños y afilados cuchillos. Él, por su parte, se quedaba sentado escuchando. Ahora comprendía que seguramente el miedo y a estaba ahí, el miedo a que Dios dejase de existir. El que su abuela hubiese sido un mono importaba menos. Ahora lo veía todo muy claro. El miedo se parecía a unos prismáticos con los que podía mirar atrás. Y lo que veía no era nada. Un hombre de las entrañas de Småland que no creía en nada, que en realidad no quería nada, que en un impulso de vanidad extrema buscaba una mosca a la que dar su nombre. Al mismo tiempo pensaba que ahí podía hallar una solución. Podía intentar utilizar la expedición para encontrarle sentido a su vida. Podía elegir si había algún dios o si fueron los ingenieros los que crearon el mundo. ¿Existía Dios en el cielo o en las vigas de madera que conformaban las nuevas fábricas, el nuevo mundo? El camino que conducía al desierto, y después el propio desierto sin caminos, le proporcionarían el tiempo que necesitaba para hallar la respuesta. Muy despacio, sintió cómo iba cediendo su temor. Cerró los ojos. El sol seguía