EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 183
no dice ni una palabra. Lo único que hace es preguntar por el agua.
Daniel estaba sentado en el suelo, mirando a Sanna. Cada vez que Edvin o
Hallén hacían un movimiento, el rostro de la niña desaparecía. Pero enseguida
volvía a asomarse.
Hallén estaba de espaldas al gran bargueño, mirando a Daniel.
—El domingo que viene abrazará la fe cristiana ante todos los fieles. Y pedirá
perdón.
—Pero y o creo que deberíamos ser conscientes de que no entiende lo que se
le pide —observó Edvin—. Él es de un lugar dónde solo hay arena. Aquí vivimos
entre el lodo. Puede que alguien como él tenga un modo distinto de razonar.
Daniel pensó que Edvin tenía razón. Él había comprendido algo en lo que ni
siquiera Padre había reparado.
—¿Qué tienen que ver la arena y el lodo con las serpientes? —objetó Hallén
—. Hay que castigar al niño. Cierto que viene del desierto, pero la misión ha
demostrado que se puede civilizar a la gente. El paso más importante para
conseguirlo es confesar el abrazo de la fe y pedir perdón.
—Hablaré con él mañana. Intentaré hacerlo entrar en razón —aseguró Edvin
—. Pero he de pedirle que nos ay ude, padre.
—Yo también hablaré con él mañana. Ahora, podéis iros.
Salieron de la sacristía. Alma esperaba en el pasillo. El hombre al que Daniel
pateó en la cara estaba tumbado en un banco con un pañuelo en la nariz, para
cortar la hemorragia.
La serpiente había desaparecido.
—Los zapatos —recordó Edvin.
Alma miró bajo el banco en el que se habían sentado. Se agachó y los
recogió. Daniel se inclinó y se sentó en el suelo para ponérselos.
Alma se fijó en la mejilla del niño.
—Hallén lo ha abofeteado, ¿verdad?
—No, fui y o —confesó Edvin.
—¿Era necesario hacerlo?
—¿Cómo saber qué es necesario? ¿Cómo comprender lo que no se entiende?
¿Dónde están el mozo y las sirvientas?
—Los mandé a casa.
—¿Y la loma que desemboca en la iglesia?
—Estará llena de curiosos.
Edvin estrelló el gorro contra el suelo y se dejó caer abatido en uno de los
bancos.
—Pues tendremos que correr.
Alma lo miró sorprendida mientras acariciaba la cabeza de Daniel.
—No creo que tengamos nada de qué avergonzarnos.
—Puede que me ponga tan furioso que le dé un puñetazo a alguien.