EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 172

vez allí, se encontró con Sanna, que escarbaba en el barro. Se alegró de verla. —Te he visto. Has estado en la iglesia. ¿Qué has ido a hacer allí? —Le pregunté al pastor por el agua. —¿Qué agua? —El agua sobre la que Jesús caminó. Sanna dejó de escarbar. Tenía los dedos rígidos por el barro reseco. Daniel no supo si lo había oído o no. La niña le tomó las manos y le acarició el dorso con un dedo. Muy despacio, le arañó la piel. —Eres negro. No se puede raspar el color. ¿No se asustó? —¿Quién? —El pastor. Debió de creer que eras el Diablo en persona, que había bajado de un salto de la pared. Las manos de Sanna estaban ásperas por el barro, pero a Daniel le gustaba sentirlas en las suy as. Ella no quería nada de él, como todos los demás que le tomaban las manos. Ella solo quería estar así. Por primera vez desde que halló a Kiko y a Be muertos en la arena, había algo que lo ponía contento de verdad. Padre lo había engañado, lo abandonó tan lejos del mar como pudo. Pero aquella niña, Sanna, tal vez pudiese ay udarle a encontrarlo. Sanna seguía escrutando sus manos, siguiendo las líneas de la palma, pellizcándole las uñas, apretando fuerte. —Si tú y y o tuviéramos un niño, sería gris —dijo Daniel. Ella soltó una risotada chillona. —Nosotros no podemos tener hijos —le respondió—. Tú eres un niño y y o estoy loca. —La niña se inclinó hasta quedar muy cerca de él. Olía a sudor, pero también a un aroma dulzón que le recordó la miel—. Yo oigo voces en el lodo — le explicó—. De todos los que están ahí abajo, susurrando. No puedo evitarlo. Los oigo. Solo y o. Y tú, ¿oy es algo? Daniel aguzó el oído. —Tienes que poner la cabeza en la tierra. Daniel apretó la mejilla y la oreja contra el suelo. —No, la oreja no —dijo ella en un susurro—. A los que viven ahí abajo, en la tierra, solo puedes oírlos si escuchas con la boca o con la nariz. Daniel apretó la cara contra la tierra, pero él solo podía oír por los oídos… El viento que silbaba y los graznidos de los pájaros negros. —Tienes que enseñarme —le dijo al fin. —Yo soy demasiado tonta para enseñar algo. —¿Quién ha dicho eso? —Todos lo dicen. Daniel se preguntó qué querría decir exactamente ser tonto. Aquella niña que, sentada en el suelo, le agarraba las manos le infundía una profunda calma. Aunque seguía sin poder vislumbrar el mar, era como si pudiese verlo centellear