EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 169
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David Hallén repetía el mismo ritual cada mañana. Poco después de las siete
salía de la ruinosa casa pastoral y cruzaba la carretera hasta la iglesia. En la
sacristía barría las cagadas de ratón que siempre lo esperaban allí. Por lo general,
los ratones intentaban roer durante la noche los libros de salmos y la Biblia que
dejaba sobre la mesa en la habitación pintada de blanco.
Luego se colocaba ante el espejo con la cabeza gacha, lanzaba un profundo
suspiro y observaba su rostro. Todas las mañanas lo hacía con la esperanza de no
ver el suy o, sino el de aquel dios al que él servía. Sin embargo, el espejo le
devolvía siempre su propio semblante, que lo observaba con los ojos
desorbitados: una nariz cada vez más rojiza y las mejillas, pálidas y mal
afeitadas.
También aquella mañana se topó con su propio rostro en el espejo. Puesto que
aún no había abandonado la esperanza de que se produjera un milagro, sintió la
misma decepción que tantas mañanas anteriores. Llevaba dieciocho años de
pastor en aquella parroquia. De joven, soñó con las misiones, con que aquella
pobre y remota parroquia de los llanos de Escania, siempre torturados por el
viento, sería el primer paso de un largo viaje. Pero jamás pasó de allí. Los
campos se convirtieron en su mar. Nunca llegó a los extraños países en que el
calor era intenso, las enfermedades eran peligrosas y los negros aguardaban
sedientos de salvación. Se quedó allí. Los hijos fueron viniendo, muchos y
demasiado rápido. Sin que él se diese cuenta, pasaron los años y ahora era
demasiado viejo para romper con todo. El barro lo retendría allí hasta que
sucumbiese.
David Hallén era un pastor estricto y tenía una energía que a veces derivaba
en ira. Era impaciente, le costaba soportar la torpeza de la que se creía rodeado y
se preguntaba a menudo si existía alguna diferencia entre salvar almas negras y
manejar a aquellos burdos campesinos y braceros. En alguna ocasión estuvo a
punto de darse por vencido; pero el rostro que encontraba en el espejo por las
mañanas le recordaba por qué estaba allí. Era un siervo que solo podía abandonar