EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 169

22 David Hallén repetía el mismo ritual cada mañana. Poco después de las siete salía de la ruinosa casa pastoral y cruzaba la carretera hasta la iglesia. En la sacristía barría las cagadas de ratón que siempre lo esperaban allí. Por lo general, los ratones intentaban roer durante la noche los libros de salmos y la Biblia que dejaba sobre la mesa en la habitación pintada de blanco. Luego se colocaba ante el espejo con la cabeza gacha, lanzaba un profundo suspiro y observaba su rostro. Todas las mañanas lo hacía con la esperanza de no ver el suy o, sino el de aquel dios al que él servía. Sin embargo, el espejo le devolvía siempre su propio semblante, que lo observaba con los ojos desorbitados: una nariz cada vez más rojiza y las mejillas, pálidas y mal afeitadas. También aquella mañana se topó con su propio rostro en el espejo. Puesto que aún no había abandonado la esperanza de que se produjera un milagro, sintió la misma decepción que tantas mañanas anteriores. Llevaba dieciocho años de pastor en aquella parroquia. De joven, soñó con las misiones, con que aquella pobre y remota parroquia de los llanos de Escania, siempre torturados por el viento, sería el primer paso de un largo viaje. Pero jamás pasó de allí. Los campos se convirtieron en su mar. Nunca llegó a los extraños países en que el calor era intenso, las enfermedades eran peligrosas y los negros aguardaban sedientos de salvación. Se quedó allí. Los hijos fueron viniendo, muchos y demasiado rápido. Sin que él se diese cuenta, pasaron los años y ahora era demasiado viejo para romper con todo. El barro lo retendría allí hasta que sucumbiese. David Hallén era un pastor estricto y tenía una energía que a veces derivaba en ira. Era impaciente, le costaba soportar la torpeza de la que se creía rodeado y se preguntaba a menudo si existía alguna diferencia entre salvar almas negras y manejar a aquellos burdos campesinos y braceros. En alguna ocasión estuvo a punto de darse por vencido; pero el rostro que encontraba en el espejo por las mañanas le recordaba por qué estaba allí. Era un siervo que solo podía abandonar