EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 151
—Bajamos enseguida —le dijo—. Será mejor que te vistas.
Daniel miró por el ojo de buey dorado. Fuera todo estaba negro. Las olas se
estrellaban contra su cara, rebotaban en el cristal. De repente, sintió un intenso
dolor de estómago. El viaje fue demasiado rápido. No podían haber llegado.
Además, hacía demasiado frío. Lo notó al poner la mano en el cristal por cuy o
exterior discurrían las gotas de agua. Se volvió a mirar a Padre, que sostenía en la
mano una de las maletas cerradas.
—¿Hemos llegado? —preguntó Daniel.
—Vamos a bajar a tierra —respondió Padre—. En una ciudad que se llama
Västervik. Luego continuaremos el viaje.
Padre soltó la maleta y se puso de pie. Daniel vio en sus ojos que había
bebido.
—Hemos comenzado una nueva vida —repitió—. Pero ahora vamos a bajar
de este barco. Todo irá bien.
Padre desapareció en la oscuridad. Retiraron la pasarela y el barco empezó a
dar la vuelta despacio en la angosta bocana, antes de perderse en la noche. Lo
último que Daniel pudo ver fue el farol que llevaba en el mástil. El puerto estaba
desierto. Se envolvió y se acurrucó en la manta. Padre no estaba. El perro
solitario volvió y se puso a olisquearle la pierna, pero cuando intentó acariciarlo,
el animal reculó asustado y se marchó.
A Daniel se le ocurrió de pronto que Padre tal vez lo hubiese abandonado.
Igual que el perro y el barco. Que, sencillamente, se lo había tragado la noche.
Ahora estaba solo. Solo con el equipaje y la oscuridad y la lluvia. Pensó en los
viejos que morían en el desierto. Cuando presentían que había llegado su hora, se
retiraban. Algunos se tumbaban en las chozas, otros a la sombra, y Daniel
recordaba a un anciano, cuy o nombre se le había borrado de la memoria, que se
apoy ó contra una roca. Y allí se quedó durante más de una semana sin nada que
comer o que beber y sin nadie con quien hablar, hasta morir. Tal vez él debería
prepararse para algo similar. Cuando saliera el sol, se quedaría sentado en las
maletas y no haría nada salvo esperar el último latido de su corazón, esperar la
muerte.
La idea lo llenó de horror. Se levantó de un salto, arrojó la manta y echó a
correr en la dirección por donde Padre se había marchado. No quería morir, aún
no, allí no. Sin Padre, no lograría regresar jamás. Moriría sin que nadie lo
supiese. Be y Kiko lo buscarían en vano y no lo hallarían nunca.
Corrió y chocó con alguien que había en la penumbra. Padre. Detrás de él se
acercaba traqueteando una carreta tirada por un caballo.
—Te dije que vigilaras el equipaje. ¿Qué haces aquí?
—Te oí llegar.
Padre lo agarró fuerte del brazo.