EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 131
dio cuenta de que no tenía hambre. El nudo que tenía en el estómago no dejaba
lugar para nada más. Pensó en el león y en que Padre había contado sobre él una
historia totalmente falsa.
—¿Por qué no comes?
Padre lo miró con severidad. Tenía los ojos brillantes, pues había bebido
varias copas mientras comía.
—No tengo hambre.
—¿Estás enfermo?
—No.
—No me gusta ese tono. Me respondes como si no quisieras hablar conmigo.
Daniel no replicó.
—No siempre puede contarse la verdad —le explicó Padre—. Es posible que
no hubiese ningún león, pero a ella le gustó. Y lo escribirá. Y quién sabe si, por
eso, no le gustaré y o también.
Padre apuró la copa, sacudió la cabeza para despejarse y lo miró.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
Daniel asintió. No lo entendía, pero Padre solía contentarse con su gesto de
asentimiento.
—Una mujer muy hermosa —repitió—. Soltera. Quizá radical, pero eso se le
pasará. Tengo que pensar en lo que ocurrirá después.
« Yo también» , se dijo Daniel.
Cuando Padre se hubo dormido, Daniel se levantó, se vistió y salió sin hacer
ruido. Un perro solitario empezó a ladrar al verlo aparecer corriendo por la calle
desierta en dirección al muelle en el que habían bajado a tierra. El cielo estaba
despejado y brillaba la luna. Daniel bajó por el lateral de madera del malecón y
se quitó los zapatos. Odiaba los zapatos. Cada vez que se encontraba cerca del
agua, sentía un deseo enorme de arrojarlos tan lejos como le fuese posible; de
llenarlos de piedras para que se hundiesen. El agua olía a limo. Un poco más
lejos de donde él estaba vio saltar un pez. El perro seguía ladrando. Daniel se
arremangó las perneras de los pantalones y colocó un pie sobre el agua, muy
despacio. Pero tan pronto como presionó un poco, el agua se quebró. Lo intentó
con el otro pie. La superficie se abrió bajo su peso. « No puedo» , pensó
indignado. « Hay algo que no hago bien» . Cerró los ojos e intentó invocar a Kiko
o a Be. Necesitaba preguntarles cómo debía proceder. Pero el desierto que
llevaba en su interior estaba vacío. La luna también lucía allí. Gritó el nombre de
Kiko, después el de Be, pero solo recibió el eco por respuesta.
Se esforzó una vez más por hacer que el agua le obedeciese. En primer lugar,
le acarició la piel mojada. Después colocó el pie. Pero el agua se quebraba y el
pelaje se estremecía a su roce.
Y rompió a llorar. Las lágrimas empezaron a rodar despacio por sus mejillas.