EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 11

Andersson, natural de Kivik, que llevaba una vida pecaminosa y que con tan solo quince años dio a luz un hijo ilegítimo. Había ido a buscar fortuna a Copenhague, donde no halló otra cosa que su desgracia. Recordaba el desprecio manifiesto que impregnaba el discurso inicial del profesor Enander. —Vamos a seccionar un cadáver que lo era y a en vida. El cadáver de una puta de Österlen. Después entraron en grupo en el laboratorio de anatomía, siete aspirantes a médico, todos hombres, todos pálidos, antes de que el profesor Enander empezase a seccionar el abdomen. Y ahí se desmay ó. Se golpeó la cabeza con uno de los duros bordes de la mesa de disección, aún tenía la marca, una cicatriz sobre el ojo derecho. A partir de aquel día abandonó sus planes de estudiar medicina, consideró la posibilidad de emprender la carrera militar, pero no veía en ella más que un absurdo desfilar de jóvenes vociferando órdenes. Contempló la vía de la filosofía, pensó en hacerse sacerdote mientras se emborrachaba con sus compañeros, pero Dios no existía y, finalmente, fue a recalar entre los insectos. Aún recordaba la mañana de verano en que, a hora bien temprana, tomó la decisión. Se despertó sobresaltado, como si le hubiesen mordido y, cuando abrió la ventana, el hedor de la calle le revolvió el estómago. Como si de repente se hallase en peligro, se vistió a toda prisa y salió a deambular por la ciudad, hacia el sur, en dirección a Staffanstorp. En algún punto del tray ecto se sintió cansado, se apartó del camino y se echó a descansar y quizá también a masturbarse a la sombra de un árbol. Y mientras estaba allí tumbado, una mariposa de vistosos colores se le posó en la mano. Era una mariposa limonera, pero también algo más. El colorido de las alas, que el insecto desplegaba y cerraba despacio, iba cambiando sin cesar. Los ray os del sol que se filtraban por entre las hojas de los árboles transformaban el amarillo en rojo, en azul, de nuevo en amarillo. La mariposa permaneció largo rato posada en su mano y, cuando echó a volar súbitamente, supo lo que tenía que hacer. Insectos. El mundo estaba lleno de insectos que no tenían nombre, que no estaban catalogados. Insectos que lo aguardaban a él. A la espera de ser clasificados, descritos, inventariados. Volvió a Lund, donde solicitó ingresar en botánica y, pese a que era repetidor, el catedrático tuvo la amabilidad de admitirlo. Aquel verano visitó a su familia en Småland, donde vivía su padre como arrendatario del predio situado a las afueras de Hovmantorp. Su madre había muerto cuando él tenía quince años, sus dos hermanas eran may ores y, puesto que ambas estaban casadas y vivían en el extranjero, en Berlín y Verona, en su casa no quedaban más que el padre y la vieja sirvienta. La casa se desmoronaba con la misma lentitud que su padre iba consumiéndose. Había contraído la sífilis en París,