EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 106

perdonarle su, por lo demás, lamentable existencia. —El hombre sin cabello golpeó la pipa contra un cuenco de plata—. En aquella ocasión te dije que no llegarías a nada. —Y así ha sido. Sin embargo, en el desierto de Kalahari encontré un insecto hasta ahora desconocido. —Y te has traído a un niño negro. ¿Duermes entre sus piernas? Padre se indignó, pero Daniel no comprendió el motivo. —¿Qué quieres decir? —Lo que acabo de decir. Hay hombres que prefieren a su propio sexo. En especial si se trata de jóvenes exóticos. Yo tuve un profesor de geología al que obligaron a cortarse el cuello. Solía llamar a su casa a jóvenes mozos de cuadra. Claro que silenciaron el asunto, pero todo el mundo lo sabía. —Es huérfano. Y y o lo adopté. No hay nada indecente en eso. —Bueno, y a sabes, tengo fama de hacer preguntas indiscretas. ¿O acaso lo has olvidado? Padre alzó los brazos resignado y posó uno sobre los hombros de Daniel, con gesto protector. —Aquí lo dejo. —Padre se acuclilló ante él—. Este hombre se llama Alfred Boman y es artista. Retrata gente. Los dibuja. Además, tiene otro tipo de interés por el aspecto de las personas, un interés científico. Les mide la cabeza, la longitud de sus pies, la distancia entre la boca y los ojos. Ahora te dejaré aquí y has de hacer lo que te diga. Volveré a recogerte esta noche. Padre se marchó y Daniel se quedó solo con el hombre que se llamaba Alfred. El hombre sonrió y dio una vuelta alrededor de Daniel. Después se giró e hizo el mismo recorrido en sentido contrario. El humo de la pipa despedía un olor agrio. También el hombre exhalaba un fuerte olor a perfume, pero, ante todo, andaba descalzo. Daniel tenía rozaduras causadas por las botas que Padre le había dado antes de que se marcharan de la casa del bosque. —Vamos adentro —le dijo el hombre. Daniel lo siguió. Las paredes estaban llenas de retratos. Sobre algunas de las mesas había personas rígidas y pálidas. Pero comparadas con el hombre del caballo, estas eran pequeñas, blancas, mortecinas como si el esqueleto y a les hubiese atravesado la piel. Entraron en una habitación que tenía una gran ventana en el techo. Varios retratos adornaban las paredes y sobre la mesa había tubos y botes de pintura. Daniel se dio cuenta de que uno de los cuadros representaba a un animal parecido al antílope en el que trabajaba Kiko, pero a diferencia del que Kiko había tallado en la piedra, este estaba totalmente inmóvil, tenía la cara vuelta hacia Daniel y lo miraba directo a los ojos. El hombre que lo había pintado era muy habilidoso. —Un ciervo —explicó el hombre—. Lo pinté en una época en que no tenía