EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 105

defender su saltador; aunque quizá le mordió con demasiada fuerza. Al día siguiente, Padre lo llevó por las estrechas y malolientes callejuelas hasta una plaza donde había un hombre montado a caballo. —Esto es una estatua —le explicó Padre—. Un hombre que jamás podrá moverse. Seguirá ahí siempre, señalando hacia delante. Hasta que alguien venga y la derribe. Cruzaron la plaza y entraron por una gran puerta altísima. Las escaleras eran muy anchas. Cuando estaban a medio camino, Padre se detuvo y le puso las manos sobre los hombros. —Lo más importante en estos momentos es conseguir dinero —le dijo—. Aquí vive un hombre que te va a medir y a dibujar. Y nos pagará por hacerlo. Le escribí desde Hovmantorp, de modo que nos espera. Daniel no sabía lo que significaba la palabra « medir» . Ni tampoco « dibujar» , pero comprendió que lo que estaba a punto de hacer ahora era bueno. Padre lo miró sonriendo, con los ojos bien abiertos y no ausentes como solía tenerlos cuando le hablaba. Entraron en un apartamento muy grande. Una mujer con un delantal blanco les pidió que aguardasen. La mujer reaccionó al ver a Daniel, pese a que el pequeño no se había olvidado de hacer la oportuna inclinación. Tras unos minutos apareció desde detrás de una cortina un hombre con una larga bata y una pipa en la boca. Se movía sin hacer el menor ruido. Daniel observó con estupor que iba descalzo. No tenía cabello alguno en la cabeza y llevaba el rostro cubierto por una espesa barba. El hombre sonrió. —¡Hans Bengler! —exclamó—. Hace seis años charlamos sentados en un banco ante la catedral de Lund. —Lo recuerdo. —Y te dije lo que sería de ti. ¿Lo recuerdas? —Sí, lo recuerdo. —Que no llegarías a nada en la vida. Padre se echó a reír. —No tenías ningún sueño. No perseguías ninguna meta. Sin embargo, algo debió de ocurrir. —Empecé a interesarme por los insectos. —Sí, leí tu carta. Dime, ¿el monstruo de tu padre está muerto? —Sí, falleció. —¿Y heredaste? —Apenas. —Lástima. Los padres que no dejan herencia no valen para nada. Mi padre fue un hombre insignificante que, pese a todo, tuvo la sensatez de especular con acierto en acciones del ferrocarril británico. Cosa que ahora me permite