Gentileza de El Trauko
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allí donde solo estamos separados por la masa de tinieblas que nos cierra el paso como un
muro impenetrable que está a punto de aplastarnos, pero que aún no es bastante poderoso.
Con todas mis fuerzas, suplico e imploro: ¡"Círculo, círculo, ensánchate y ábrete
ante nosotros!".
Tuya,
ANA
Jueves 11 de noviembre de 1943
Querida Kitty:
He pensado en un buen título para este capítulo:
ODA A MI PLUMA FUENTE
IN MEMORIAM
Mi pluma fuente ha sido siempre para mí sumamente valiosa; la aprecié mucho,
sobre todo por su gruesa pluma, porque yo no puedo escribir bien sino con una pluma
gruesa. La vida de mi lapicera ha sido larga y muy interesante; así que te la contaré
brevemente.
Cuando tenía nueve años llegó, envuelta en algodón, en un paquetito postal con la
mención: "Muestra sin valor". Había recorrido un largo camino: venía de Aquisgrán, donde
solía vivir mi abuelita, la amable donante. En tanto que el viento de febrero hacía estragos,
yo estaba en cama con gripe. La gloriosa lapicera, en su estuche de cuero rojo, era la
admiración de todas mis amigas. ¡Yo, Ana Frank, podía estar orgullosa, porque al fin
poseía una pluma fuente!
A la edad de diez años me permitieron llevarla a la escuela, y la maestra estuvo de
acuerdo en que la utilizara.
A los once años, mi tesoro se quedó en casa, porque la maestra de sexto era
partidaria de las plumas y tinteros.
A los doce años, en el liceo judío, mi pluma fuente volvía a entrar en funciones con
tanto más honor y autenticidad cuanto que estaba encerrada en un nuevo estuche con cierre
relámpago, que contenía, igualmente, un lápiz de mina.
A los trece anos, la lapicera me siguió al anexo, donde desde entonces ha galopado
como un pur sang sobre mi Diario y mis cuadernos.
Y acaba su existencia en mi año decimocuarto...
En la tarde del viernes, después de las cinco, salí de mi cuartito para seguir
trabajando en la habitación de mis padres. Instalada en seguida a la mesa, fui empujada sin
demasiada suavidad por Margot y papá, que iban a dedicarse a su latín. Abandonando mi
lapicera sobre la mesa, utilicé el rinconcito que se dignaron dejarme para seleccionar y
limpiar porotos, es decir, para eliminar los enmohecidos y limpiar los buenos.
A las seis menos cuarto recogí todas las descartadas en un papel de diario y las eché
al fuego. La estufa, que en los últimos días casi no tiraba, escupió una llama enorme:
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