Gentileza de El Trauko
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¿Te imaginas? ¡Dos noches y un día que teníamos que pasar en semejante angustia!
Ninguno de nosotros se hacía ilusiones: la señora Van Daan, la más miedosa, ni siquiera
quería que se tuviera encendido el velador, y nos quedamos en la oscuridad cuchicheando
y diciendo: "¡chis!, ¡chis!" al menor ruido.
Diez y media, once. Ningún ruido. Papá y el señor Van Daan venían a vernos
alternativamente. Once y cuarto: oímos movimiento abajo. En casa, sólo nuestra
respiración era perceptible, pues todos estábamos como clavados. Se oyeron pasos en los
pisos inferiores, en el despacho privado, en la cocina, y luego... en la escalera que lleva a la
puerta disimulada. Nuestra respiración se había cortado. Ocho corazones latían a punto de
romperse, al oírse los pasos en la escalera y las sacudidas en la puerta-armado. Este
instante es indescriptible.
—Ahora estamos perdidos —pensé, viéndonos a todos llevados por la Gestapo
aquella misma noche.
Tiraron de la puerta-armario dos veces, tres veces. Algo cayó, y los pasos se
alejaron. Hasta entonces, estábamos salvados; oí un castañeteo de dientes, no sé dónde;
nadie dijo palabra.
El silencio reinaba en la casa, pero había luz al otro lado de la puerta disimulada,
visible desde nuestro rellano. ¿Les había parecido misterioso aquel armario? ¿Se había
olvidado la policía de apagar la luz? Nuestras lenguas se desataron; ya no había nadie en la
casa, quizá un guardián ante la puerta...
Recuerdo tres cosas: habíamos agotado todas las suposiciones, habíamos temblado
de terror, y todos necesitábamos ir al W.C. Los baldes estaban en el desván, y sólo el cesto
de papeles de Peter de latón podía servirnos para ese menester. Van Daan fue el primero en
pasar. Le siguió papá. Mamá tenía demasiada vergüenza. Papá llevó el recipiente al
dormitorio donde Margot, la señora y yo, bastante contentas, lo utilizamos, y mamá
también, al fin de cuentas. Todos pedían papel; afortunadamente, yo tenía algo en el
bolsillo.
Hedor del recipiente, cuchicheos... Era medianoche, y estábamos todos fatigados.
—Tiéndanse en el suelo y traten de dormir.
Margot y yo recibimos cada una un almohadón y una manta; ella se puso delante
del armario, y yo debajo de la mesa. En el suelo, el hedor era menos terrible; sin embargo,
la señora fue discretamente a buscar un poco de cloro y un repasador para tapar el
recipiente.
Cuchicheos, miedo, hedor, pedos y alguien sobre el recipiente a cada minuto: trata
de dormir así. De tan fatigada, caí en una especie de sopor alrededor de las dos y media, y
no oí nada hasta una hora después. Me desperté con la cabeza de la señora sobre uno de
mis pies.
—Siento frío. ¿No tiene usted, por favor, algo para echarme sobre los hombros? —
pregunté.
No preguntes lo que recibí: un pantalón de lana sobre mi pijama, un suéter rojo, una
falda negra y calcetines blancos. En seguida, la señora se instaló en la silla, y el señor se
tendió a mis pies. A partir de ese momento, me puse a pensar, temblando incesantemente,
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