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lastimada: se queja todo el día, hace renovar sus compresas y no
se contenta con nada. Me gustaría volver a verla de pie y en sus
cosas. Hay que hacerle justicia: es muy activa y ordenada; mientras
goza de buena salud física y moral, hasta se muestra buena
compañera.
Porque se me dice «¡chis, chis!» todo el día cuando hago
demasiada bulla, mi compañero de alcoba se permite lanzarme
sus «¡chis, chis!» durante la noche. ¿Es que ya no tengo el derecho
de darme vuelta en la cama? Me niego a hacerle caso, y tengo la
firme intención de devolver un «¡chis, chis!» la próxima vez.
Me hace rabiar, sobre todo el domingo, cuando enciende la
luz a la mañana temprano para hacer gimnasia. Eso dura -me
parece a mí- horas y horas, porque desplaza constantemente las
sillas que coloco a la cabecera de mi cama para alargarla, bajo mi
cabeza todavía dormida. Después de haber terminado sus
ejercicios de ablandamiento, agitando violentamente los brazos,
el caballero empieza a arreglarse, yendo ante todo a la percha
para buscar sus calzoncillos. Ida y vuelta. Lo mismo para su
corbata, olvidada sobre la mesa, chocando, como es natural, cada
vez contra mis sillas.
Pero, ¿para qué aburrirte con mis viejos señores insoportables?
Mis quejas no harán cambiar las cosas. En cuanto a mis medios
de venganza, tales como desenroscar la lámpara, cerrar la puerta
con llave, esconder sus ropas, renuncio a ellos para que reine la
paz.
¡Oh, me he vuelto muy razonable! Aquí se necesita buen
sentido para todo: para aprender a escuchar, para callarse, para
ayudar, para ser amable y quién sabe para qué más aún. Temo
abusar de mi cerebro, ya de por sí no demasiado lúcido, y que no
quede nada de él para después de la guerra.
Tuya,
ANA
Miércoles 13 de enero de 1943
Querida Kitty:
Esta mañana me he sentido nuevamente conmovida por todo
lo que sucede, de manera que me fue imposible acabar nada en
forma conveniente.
El terror reina en la ciudad. Noche y día, transportes
incesantes de esas pobres gentes, provistas tan solo de una bolsa
que llevan al hombro y un poco de dinero. Estos últimos bienes
les son quitados en el trayecto, según dicen. Se separa a las familias,
agrupando a hombres, mujeres y niños.
Los niños, al volver de la escuela, ya no encuentran a sus
padres. Las mujeres, al regresar del mercado, hallan sus puertas
selladas; se encuentran con que sus familias han desaparecido.
También les toca a los cristianos holandeses: sus hijos son
enviados obligatoriamente a Alemania. Todo el mundo tiene
miedo.
Centenares de aviones vuelan sobre Holanda para
bombardear y dejar en ruinas las ciudades alemanas; y a toda
hora, millares de hombres caen en Rusia y en Afrecha del Norte.
Nadie está al abrigo, el globo entero se halla en guerra, y aunque
los Aliados lleven ventaja, todavía no se ve el final.
Y nosotros, sí, nosotros estamos bien, mucho mejor, huelga
decirlo, que millones de otras personas. Nosotros estamos aún a
resguardo y gastamos el dinero que pretendemos nuestro.
Nosotros somos a tal punto egoístas que nos permitimos hablar
de la posguerra, regocijándonos con la perspectiva de adquirir
ropas y zapatos nuevos, cuando deberíamos economizar cada
centavo para salvar a los afligidos después de la guerra, o, al menos,
todo lo que quede por salvar.
Los niños pasean por aquí vestidos con camisa y zuecos, sin
abrigo, ni gorra, ni calcetines, y nadie acude en su ayuda. No
tienen nada en el vientre, y, royendo una zanahoria, abandonan
sus casas frías para salir al frío, y llegar a una clase más fría aún.
Muchos niños detienen a los transeúntes para pedirles un trozo
© Pehuén Editores, 2001.
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