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E L D IARIO DE A NA F RANK
-No, señora, gracias -digo yo-; las patatas me bastan.
-Las verduras son buenas para la salud. Tu madre lo dice
también. Vamos, come un poco más -insiste- ella, hasta que papá
interviene para aprobar mi negativa.
Entonces, la señora estalla:
- ¡Había que ver lo que sucedía en nuestra casa!
¡En nuestra casa, por lo menos, sabíamos educar a los hijos!
¡Llaman ustedes educación a eso! Ana está terriblemente
consentida. Yo no lo permitiría nunca, si Ana fuera mi hija...
Es siempre el comienzo y el final de sus peroratas: «Si Ana
fuera mi hija...» ¡Afortunadamente, no lo soy!
Volviendo a este tema de la educación, un incómodo silencio
siguió a las últimas palabras de la señora Van Daan. Luego, papá
repuso:
-Yo considero que Ana está muy bien educada. Hasta ha
aprendido a no contestar a sus largos sermones. En cuanto a las
verduras, observe su propio plato.
La señora estaba derrotada, ¡y cómo!, papá aludía a la porción
mínima de verduras que ella misma se servía. Se cree, sin embargo,
con el derecho de cuidarse un poco, porque sufre del estómago;
se sentiría molesta si comiera demasiada verdura antes de acostarse.
De cualquier modo, que me deje en paz y cierre la boca, así no
tendrá que inventar excusas estúpidas. Es gracioso verla enrojecer
por cualquier pretexto. Como a mi nunca me ocurre, ella se
molesta bastante.
Tuya,
ANA
Lunes 28 de septiembre de 1942
Querida Kitty:
Ayer no alcancé a relatarte otra pelea más, a la que también
quería referirme. Pero, antes otra cosa:
Me parece extraño que las personas mayores regañen tan
fácilmente por cualquier minucia; hasta ahora he creído que eso
de pelearse era cosa de niños, y que con el tiempo se dejaba de
hacer. Puede producirse una verdadera «disputa», por una razón
seria, pero las palabras ofensivas proferidas constantemente aquí
no tienen ninguna razón de ser y están ahora a la orden del día; a
la larga tendría que habituarme a ello. Ahora bien, no creo que
eso ocurra, y no me acostumbraré nunca mientras esas
«discusiones» (utilizan esta palabra en lugar de pelea) se produzcan
por mi causa. No me reconocen ninguna cualidad, yo no tengo
nada de bueno, estrictamente nada: mi apariencia, mi carácter,
mis maneras son condenadas una detrás de otra, y minuciosamente
criticadas, a juzgar por sus discusiones interminables. Pero hay
algo a lo que nunca estuve acostumbrada: son esos gritos y esas
palabras duras que estoy obligada a absorber poniendo buena
cara. Es superior a mis fuerzas. Eso no puede durar. Me niego a
soportar todas esas humillaciones. Les demostraré que Ana Frank
no nació ayer; y cuando les diga, de una vez por todas, que
comiencen por cuidar su propia educación antes de ocuparse de
la mía, no podrán reaccionar y terminarán por callarse. ¡Qué
maneras! ¡Son unos bárbaros! Cada vez que eso ocurre, quedo
desconcertada ante semejante desenfado, y, sobre todo... ante
semejante estupidez (la de la señora Van Daan); pero tan pronto
como me recobre -y no ha de tardar-, les contestaré de la misma
manera y sin vueltas. ¡Así cambiarán de tono!
¿Soy en realidad tan mal educada, pretenciosa, terca, insolente,
tonta, perezosa, etc., etc., como ellos pretenden? ¡Oh!, ya sé que
tengo muchos defectos, pero ciertamente exageran. ¡Si supieras,
Kitty, cómo me hacen hervir la sangre esas injurias e insultos!
© Pehuén Editores, 2001.
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