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E L D IARIO DE A NA F RANK
-Ven a ver, Ana -me llamó Margot-. El verdulero de la esquina
nos ha enviado guisantes frescos. Nueve kilos.
-¡Qué amable ha sido! - respondí.
Muy amable, sí, pero la tarea de desgranarlos... ¡Puah!
-Todo el mundo a la tarea mañana por la mañana, para
desgranar los guisantes -anunció mamá.
En efecto, a la mañana siguiente la gran cacerola de hierro
enlozado apareció sobre la mesa después del desayuno, para no
tardar en llenarse de guisantes hasta el borde. Desvainarlos es
una tarea fastidiosa, y es más bien un arte desprender la piel interior
de la vaina; pocas personas conocen las delicias de la vaina de los
guisantes una vez desprovista de su piel. El sabor no lo es todo; la
enorme ventaja es que se obtiene un volumen mayor.
Quitar esta piel interior es un trabajito muy preciso y
minucioso, indicado quizá para los dentistas pedantes y los
burócratas meticulosos; para una impaciente como yo, es un
suplicio. Comenzamos a las nueve y media; a las diez y media, me
levanto; a las once y media, vuelvo a sentarme. Me zumban los
oídos: quebrar las puntas, sacar los hilos, quitar la piel y separarla
de la vaina, etc. La cabeza me da vueltas. Verdor, verdor, gusanito,
hilito, vaina, vaina podrida, vaina verde, verde, verde.
Se transforma en una obsesión. Hay que hacer algo. Y me
pongo a hablar aturdidamente de todas las tonterías imaginables,
hago reír a todo el mundo, o los aburro enormemente. Con cada
hilo que quito más me convenzo de que no quiero ser tan solo
una simple ama de casa.
A mediodía almorzamos por fin, pero después a reanudar la
tarea, hasta la una y cuarto. Al terminar, tengo una especie de
mareo; los otros también, poco más o menos. Dormí hasta las
cuatro, y me siento todavía embrutecida por esos detestables
guisantes.
Tuya,
ANA
Sábado 15 de julio de 1944
Querida Kitty:
Hemos leído un libro de la biblioteca con el título provocativo.
¿qué piensa usted de la muchacha moderna? Me gustaría hablarte
del tema.
La autora (porque es una mujer) critica a fondo a la «juventud
de hoy», aunque sin desaprobarla por completo, pues no dice,
por ejemplo, que no sirve para nada. Al contrario, es más bien de
la opinión de que, si la juventud quisiera, podría ayudar a construir
un mundo mejor y más bello, puesto que dispone de los medios;
sin embargo, prefiere ocuparse de cosas superficiales, sin mirar lo
que es esencialmente hermoso.
Ciertos párrafos me dan la fuerte impresión de que soy atacada
personalmente por la autora, y por eso quiero defenderme,
abriéndome a ti.
El rasgo más acusado de mi carácter -así lo admitirán quienes
mejor me conocen- es el conocimiento de mí misma. Puedo mirar
todos mis actos como los de una extraña. Me encuentro, delante
de esta Ana de todos los días, sin ánimo preconcebido y sin querer
disculparla de ninguna manera, con el fin de observar si lo que
ella hace está bien o mal. Esta «conciencia de mí misma» no me
abandona nunca; no puedo pronunciar nada sin que acuda a mi
espíritu: «Hubiera debido decir esto otro» o: «Eso es, está bien».
Me acuso de cosas innumerables, y, de más en más, estoy
convencida de la verdad de esta frase de papá: «Todo niño debe
educarse a sí mismo». Los padres sólo pueden aconsejarnos e
indicarnos el camino a seguir, pero la formación esencial de
nuestro carácter se halla en nuestras propias manos.
Añade a eso que enfrento con extraordinario valor mi vida,
me siento siempre muy fuerte, muy dispuesta a enfrentar lo que
sea, ¡y me siento muy libre y muy joven! Cuando me percaté de
© Pehuén Editores, 2001.
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