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también por nuestros inocentes protectores. «Nos hemos salvado.
¡Salvados de nuevo!». Es todo cuanto podemos decir.
Esta aventura ha traído bastantes cambios. El señor Dussel,
de ahora en adelante, ya no trabajará en la oficina de Kraler, sino
en el baño. Peter hará una ronda a las ocho y media, y otra a las
nueve y media de la noche. No más ventana abierta en su cuarto
durante la noche. Se prohíbe apretar la des- carga del W.C. a partir
de las nueve y media. Esta tarde vendrá un carpintero para reforzar
las puertas del depósito.
Nunca terminan las discusiones en el anexo. Kraler nos ha
reprochado nuestra imprudencia. Asimismo, Henk opinaba que,
en casos semejantes, ninguno de nosotros debía aparecer en los
pisos inferiores. Nos han refrescado la memoria sobre nuestra
condición de «clandestinos», nuestra categoría de judíos,
enclaustrados entre cuatro paredes, sin ningún derecho y con mil
obligaciones. Nosotros, judíos, no tenemos el derecho de hacer
valer nuestro sentimiento; sólo nos resta ser fuertes y valerosos,
aceptar todos los inconvenientes sin pestañear, conformarnos
con lo que podemos tener, confiando en Dios. Un día terminará
esta terrible guerra, un día seremos personas como los demás y
no solamente judíos.
¿Quién nos ha marcado así? ¿Quién ha resuelto la exclusión
del pueblo judío de todos los otros pueblos? ¿Quién nos ha hecho
sufrir tanto hasta aquí? Es Dios quien nos ha hecho así, pero
también será Dios quien nos elevará. Sí. A pesar de esta carga que
soportamos, muchos de nosotros siguen sobreviviendo; hay que
creer que, como proscritos, los judíos se transformarán un día en
ejemplo. ¡Quién sabe! Acaso llegue el día en que nuestra religión
enseñe el bien al mundo, es decir, a todos los pueblos... y que en
eso radique la única razón de nuestro sufrimiento. Jamás
llegaremos a ser los representantes de un país, sea el que fuere,
nunca seremos holandeses o ingleses, simplemente; siempre
seremos judíos, por añadidura. Pero deseamos seguir siéndolo.
¡Valor! tengamos conciencia de nuestra misión sin quejarnos,
y estemos seguros de nuestra salvación. Dios no ha dejado nunca
caer a nuestro pueblo. En el correr de los siglos, nos vimos
obligados a sufrir, y, en el correr de los siglos, también nos hemos
fortalecido. Los débiles caen, pero los fuertes sobrevivirán y no
caerán jamás.
La otra noche intuía íntimamente que iba a morir. Aguardaba
a la policía. Estaba preparada. Presta, como el soldado en el campo
de batalla. lba, de buen grado, a sacrificarme por la patria. Ahora
que me he salvado, me percato de cuál es mi primer deseo para la
posguerra: ser holandesa.
Amo a los holandeses. Amo a nuestro país. Amo su idioma.
Y querría trabajar aquí. Dispuesta a escribir yo misma a la reina,
no cejaré antes de haber logrado ese objeto.
Me siento de más en más apartada de mis padres,
progresivamente independiente. Por joven que sea, enfrento la
vida con mayor valor, soy más justa, más íntegra que mamá. Sé lo
que quiero, tengo un norte en la vida, una opinión, mi religión y
mi amor. Soy consciente de ser mujer, una mujer con una fuerza
moral y mucho valor.
Si Dios me deja vivir, iré mucho más lejos que mamá. No me
mantendré en la insignificancia, tendré un lugar en el mundo y
trabajaré para mis semejantes.
Comprendo en este momento que por sobre todas las cosas
necesitaré valor y alegría.
Tuya,
ANA
Viernes 14 de abril de 1944
© Pehuén Editores, 2001.
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