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E L D IARIO DE A NA F RANK
sobre los hombros? -pregunté.
No preguntes lo que recibí: un pantalón de lana sobre mi
pijama, un suéter rojo, una falda negra y calcetines blancos.
Enseguida... la señora se instaló en la silla, y el señor se tendió a
mis pies. A partir de ese momento, me puse a pensar, temblando
incesantemente, de suerte que Van Daan no pudo dormir. La
policía iba a volver. Yo estaba preparada para ello. Tendríamos
que decir por qué nos ocultábamos. O tropezaríamos con buenos
holandeses y estaríamos salvados, o tendríamos que habérnoslas
con nazis, cuyo silencio trataríamos de comprar.
-Hay que ocultar la radio -suspiró la señora.
-Tal vez en el horno -repuso el señor.
-¡Bah! Si nos descubren, encontrarán la radio también.
-En tal caso, encontrarán el diario de Ana -agregó papá.
-Deberías quemarlo -propuso la más miedosa de todos
nosotros.
Estas palabras y las sacudidas a la puerta-armario fueron para
mí los instantes más terribles de esta velada.
¡Mi diario no! ¡Mi diario no será quemado sino conmigo!
Papá ya no replicó nada... afortunadamente.
Se dieron un montón de cosas. Repetir todo aquello no tendría
sentido. Consolé a la señora Van Daan que estaba muerta de
miedo. Hablamos de huida, de interrogatorios por la Gestapo, de
arriesgarse o no hasta el teléfono, y de valor.
-Ahora debemos portarnos como soldados, señora. Si nos
atrapan, sea, nos sacrificaremos por la reina y la patria, por la
libertad, la verdad y el derecho, como proclama constantemente
la emisión holandesa de ultramar. Pero arrastraremos a otros en
nuestra desgracia, eso es lo más atroz.
Después de una hora, el señor Van Daan cedió de nuevo su
sitio a la señora, y papá se puso a mi lado. Los hombres fumaban
sin cesar, interrumpidos de tiempo en tiempo por un profundo
suspiro, luego una pequeña necesidad, y así sucesivamente.
Las cuatro, las cinco, las cinco y media... Me levanté para
© Pehuén Editores, 2001.
reunirme con Peter en el puesto de vigía, ante su ventana abierta.
Así, tan cerca el uno del otro, podíamos notar los temblores que
recorrían nuestros cuerpos; de vez en cuando nos decíamos alguna
palabra, pero, por sobre todo, escuchábamos. A las siete, ellos
quisieron telefonear a Koophuis para que mandase a alguien aquí.
Anotaron lo que iban a decirle. El riesgo de hacerse oír por el
guardián apostado ante la puerta era grande, pero el peligro de la
llegada de la policía era más grande aún.
Se concretaron a esto:
Robo: visita de la policía, que ha penetrado hasta la puerta-
armario, pero no más lejos.
Los ladrones, al parecer estorbados, forzaron la puerta del
depósito y huyeron por el jardín.
Como la entrada principal estaba con cerrojo, sin duda, Kraler
había salido en la víspera por la otra puerta de entrada. Las
máquinas de escribir y la de calcular están a salvo en el gran
bargueño del despacho privado.
Avisar a Henk que pida la llave a Elli, y se traslade a la oficina,
adonde entrará so pretexto de dar de comer al gato.
Todo salió a pedir de boca. Telefonearon a Koophuis y
trasladaron las máquinas de escribir desde nuestra casa al bargueño.
Luego se sentaron alrededor de la mesa a esperar a Henk o a la
policía.
Peter se había dormido. El señor Van Daan y yo quedamos
tendidos en el suelo hasta oír un ruido de pasos firmes. Me levanté
suavemente:
-Es Henk.
-No, no, es la policía -respondieron los demás.
Golpearon a nuestra puerta. Miep silbó. La -señora Van Daan
ya no podía más, estaba pálida como una muerta, inerte en su
silla, y seguramente se habría desmayado si la tensión hubiera
durado un minuto más.
Cuando llegaron Miep y Henk, nuestra habitación era una
pintura; sólo la mesa merecía una foto. Sobre la revista Cine y
Teatro, abierta en una página consagrada a las bailarinas, había
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