El Decano. Número 43. Diciembre de 2018 El Decano. Número 43 | Page 76
Premio Hemingway
la claridad sobre mí.
Alborada de tu vientre
cada vez más claro en sí,
esclareciendo los pozos,
anocheciendo el marfil.
A la luna venidera
el mundo se vuelve a abrir".
A medianoche le sobresaltaron unos
extraños sonidos que interrumpieron sus
pensamientos y quebraron fugazmente la
paz de la dehesa. Aguzó la vista y en la
penumbra descubrió una gran sombra
negra. ¡Era Gladiador embistiendo al
vallado! El alambre de espino, como si
fuese una frágil telaraña, cedió fácilmente
ante el poderío imparable de sus enormes
pitones. Entonces el viejo semental salió
del cercado. “¿Un toro abandonando a sus
vacas? ¡No puedo creerlo!”, pensó Manuel.
Intrigado, montó sigiloso en Jerezana y
decidió seguirlo en silencio. Cada vez se
escuchaba más nítido el canto de las
ranas. No cabía duda, sus pasos se
encaminaban hacia el rio. En aquella parte
el cauce del Guadalquivir era ancho y sus
aguas se deslizaban plácidas, acariciadas
por el reflejo plateado de la luna llena, sin
prisa alguna por llegar a su encuentro con
el mar. En sus meandros serenos, tupidos
cañaverales cimbreaban en las orillas y se
alternaban con algunas pequeñas playas
de suave arena donde patos y ánades
dormitaban confiados. Llegaron a una de
ellas.
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A lo lejos Manuel descubrió la indudable
silueta de un hombre que se estaba
despojando de la ropa. Tenía algo en la
mano, apenas una sombra difuminada.
Estuvo a punto de gritarle, pero aquella
figura le resultaba extrañamente familiar…
¡Era Curro Morente, su amigo, el viejo
torero que perdió la cabeza! ¡El gran
Palmeño había escapado de la residencia!
¡Y llevaba consigo una muleta! ¿Pero qué
demonios hacía allí aquel… "lunático" en
cueros?
Estaba de perfil, levantando la muleta con
su mano derecha. “¡Eeeh, torooo!” Su voz
restalló como un látigo en la noche y las
ranas y los grillos súbitamente
enmudecieron. Citó a Gladiador y éste se le
arrancó de largo, resuelto y decidido como
una locomotora, espantando los patos a su
paso. Al llegar a su encuentro, en el último
instante, Curro le sacó la muleta por detrás
y dibujó un ceñido pase cambiado por la
espalda. Y así, tres más. Magníficos. Como
aquellos lances con los que inició diez años
antes en La Maestranza la mejor faena de
su vida, la faena soñada, la del indulto del
semental. Su última faena.
Manuel, con la boca abierta, no salía de su
asombro incapaz de articular una palabra.
A continuación cuatro estatuarios seguidos,
sin separar los pies. Como aquella gloriosa
tarde. Conocía de memoria los sesenta y
siete muletazos de esa larga faena, uno a