El Decano. Número 43. Diciembre de 2018 El Decano. Número 43 | Page 75
Premio Hemingway
había hablado con los toros poco o nada
tenía que decir a los humanos. Hasta que
una tarde en mitad de la calle se puso a
citar desnudo a los coches haciendo el
gesto de ponerles banderillas al quiebro.
Estuvo a punto de ser atropellado varias
veces cuando por fin se lo llevó la policía.
Sin más familia que unos sobrinos, ingresó
en una residencia para enfermos
psiquiátricos y allí apenas distinguía el día
de la noche, ni la realidad de los sueños, ni
las luces de las sombras en su mente…
El veterano mayoral repasaba estos tristes
recuerdos mientras observaba
ensimismado el vallado roto y se
preguntaba qué podía estar sucediendo.
Dispuesto a resolver el misterio de una vez
por todas, decidió que la primera noche de
luna llena del siguiente mes se quedaría
apostado en la oscuridad, vigilando aquel
vallado desde una loma cercana. La
claridad de la luna en plenilunio le ayudaría
a ver en la penumbra.
Eso hizo. Era una noche tranquila, de cielo
raso y despejado. El calor de la tarde ya
había desaparecido. La suave brisa de la
noche le traía húmedos olores de marisma,
mejorana y romero. Como los distintos
tonos de las cuerdas de una guitarra se
suceden en un delicado arpegio, el grave
mugido de algún toro lejano se alternaba
con el canto agudo de los grillos y el croar
de las ranas del cercano Guadalquivir, el
"río grande" de la vieja Al-Andalus. Sentado
en el suelo con la espalda apoyada sobre
el tronco de una encina, Manuel disfrutaba
relajado de la alegre sinfonía nocturna
mientras contemplaba la silueta oscura de
Jerezana recortada sobre el profundo cielo
estrellado, triscando paciente la hierba
jugosa a la luz de la luna. Más allá,
imponentes sombras negras yacían
inmóviles en los cercados; eran los toros
encamados que habían aplazado sus
rencillas cotidianas hasta la llegada de un
nuevo día. "No hay nada más bonito en el
mundo -se dijo- que una noche de luna y
estrellas en el campo andaluz…"
Esas noches de luna eran precisamente las
preferidas por las vacas para parir en los
más apartados rincones. Al igual que una
hembra brava, Dolores, su mujer, había
parido a sus dos hijas en noches así. Y él
mismo, incluso, había nacido en aquel
campo bravo, como sus hermanos y
también como sus antecesores. ¿Sería
acaso aquella luna andaluza la fuente
misteriosa de la bravura? Entonces, sin
saber muy bien por qué, se acordó de su
infancia y de un viejo poema de Miguel
Hernández que su padre le solía recitar a
su madre embarazada en noches como
ésa:
"A la luna venidera
te acostarás a parir
y tu vientre irradiará
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