El Decano. Número 43. Diciembre de 2018 El Decano. Número 43 | Page 74

Premio Hemingway -Curro -le vaticinó en el patio de cuadrillas-, tu segundo toro va a ser extraordinario. Es el hijo de Gladiadora, aquella vaca que tú mismo toreaste en casa y dijiste que había sido la mejor que habías tentado en tu vida, ¿recuerdas? -¡Cómo no me voy a acordar, Manuel! ¡Si era mi cumpleaños y pensé que el marqués no podía haberme hecho mejor regalo! Una vaca así no se olvida jamás. Me conformaría con que su hijo salga solo la mitad de bueno. Pues Gladiador fue aún mejor que su madre. Su codicia, su alegre y noble embestida, su empuje y su bravura en los tres tercios, hicieron que el público de La Maestranza puesto en pie pidiera el indulto. Después de que el presidente lo concediera, el bravo animal emplazado en los medios no quería abandonar el ruedo y aún pedía más pelea. Tras intentarlo inútilmente con los mansos varias veces, solo la voz familiar de su mayoral desde la puerta de toriles consiguió que los siguiera hasta los corrales. -¡Manuel, qué razón tenías! ¡Ésta ha sido mi faena soñada! –le abrazaba Palmeño emocionado mientras los capitalistas los subían a hombros para dar juntos una triunfal vuelta al ruedo- ¡Nunca olvidaré a este toro! 74 Algunos sueños, como el horizonte, como la propia luna, a veces deberían permanecer fuera del alcance de los hombres, pues la realidad suele consumir las ilusiones y convertirlas en simples recuerdos, cenizas del pasado. Así, convencido de que jamás volvería a sentir delante de otro toro lo que había vivido esa tarde, de que nunca podría mejorar su obra cumbre, aquel mismo día Curro se cortó la coleta. Siempre había sido un hombre muy raro, excéntrico -"místico", decían sus partidarios-, con numerosas manías y altibajos, pero esa inesperada decisión sorprendió a propios y extraños. Ya retirado, gustaba de frecuentar la ganadería y solía pasar horas en callada soledad contemplando a Gladiador, como un pintor extasiado ante su obra maestra. A veces le hablaba como si pudiera entenderle. Manuel no sabía qué podría estar diciéndole, pues lo veía desde lejos y no era capaz de escuchar sus palabras. “Las cosas de Palmeño”, se decía negando con la cabeza. Se volvió taciturno y huraño, aunque aún se le iluminaba la cara cuando alguien le recordaba la apoteósica tarde del indulto y por unos instantes recobraba la sonrisa. Entonces parecía adentrarse en un estado de ensoñación del que le costaba mucho regresar. Con el paso del tiempo el pobre Palmeño, retirado y solo, debió de perder definitivamente el juicio. Siempre en silencio, el hombre que tanto