El Corán y el Termotanque | Tercer número | Page 25
ESTORNINOS
Por Marcelo Britos
Ilustra Gabriel Fix
E
l deseo todo lo puede. Acaso más que
el odio y la tristeza, que encuentran siempre
alguna manera de detenerse, el instinto de
supervivencia, la misma humanidad. El deseo
es impulso, el trueno que sigue al relámpago,
porque son la misma cosa, somos la misma
cosa. Y cuando no suena el trueno, espera. El
deseo tiene una infinita paciencia y todo está gobernado por
él, araña muda que teje puentes entre las casas. Cuando pensé
en esto –esto que estoy escribiendo como si ocurriera ahora
mismo– estaba llegando por segunda vez a Roma. He vuelto
por un deseo irrefrenable de hacerlo. Nada de ese anhelo era
concreto, nada tenía nombre ni forma y cuando abrí los ojos
frente a la ciudad, lo entendí, entendí lo que buscaba, aunque
nunca hubiera sabido realmente qué era. Sus calles vacías en
la noche de invierno, los bares arrinconados en el empedrado,
marea de mil años escondida en las miradas, la tibieza de la luz
artificial en los ojos. Las casas suelen esconder todo –pensé–,
y fue justamente cuando recordé esto. A través del océano,
lo recordé.
Esta familia tenía una mansión en La Cumbre y esa casa
enorme resistida por el tiempo era todo lo que quedaba, brisa
memorial de resignación y nostalgia. Lo podían decir todos
y en cualquier segmento de existencia. Era todo lo que quedaba del apellido, de un tiempo breve y feliz, de una imagen
filial que ellos habían soñado por otros. No heredaban sólo el
material acumulado en la ladera –a veces le decían la casa de
la montaña– entre árboles y piedras, sino también una alegría
ajena, lo mejor de los muertos propios, lo imposible de alcanzar. Se repartían la propiedad por quincenas y en navidad y
año nuevo coincidían con sus esposas y esposos, con los hijos,
primos entre sí, que aún aceptaban los mandatos de la sangre y
eran amigos y se extrañaban, acaso los únicos que querían que
llegaran esos días. La casa tenía tres pisos que rodeaban por el
centro las estancias con galerías de arcos victorianos, y desde
allí podía verse hacia el Este, el sol saltando entre las cimas, y
todos vieron un amanecer, al menos una vez, para repetir, en
los bares de la ciudad o en las reuniones obvias, que eran dueños de un lugar que garantizaba esa vista. Todo tuvo su tiempo
allí y eso lo medían con la edad de los hijos. Hubo meriendas con cascarilla y escones después del río, hubo caballos de
madera pudriéndose después de la tormenta. Llantos después
de haber caído con las manos sobre ortigas, horas en el baño
después de las moras silvestres, matanzas crueles de sapos y
serpientes ciegas. Repitieron la felicidad, lo hicieron cuanto
pudieron. Hasta esa tarde del último día del 78, todos guardaban en la memoria una noche, precisa y nítida, dos años antes,
luna llena en una cabalgata, luz de gas turbando la oscuridad.
Se veían las caras y era como estar de tarde, se miraban las risas
y cada detalle del pliegue de los cabellos y la piel. Y fue como
desafiar la misma tiniebla, algo distinto y audaz, el principio
de un recuerdo propio que no dependiera del álbum ni de las
viejas anécdotas.
Estuve en el norte, en el norte de todo y en el del lugar
en donde nací. Ahora estoy en el corazón de occidente. Los
hombres son iguales. Las mujeres también; ahora es correcto
decirlo. Ojos claros y negros. Pómulos hacia afuera y blancos, tostados y brillosos. Las sonrisas son iguales, las lágrimas
también. Pero en algunos lugares la belleza viene de la naturaleza misma. No sólo los paisajes, sino que la belleza es todo y
todo es la tierra, y quienes la habitan parecieran ser también
parte de ella, y quienes la visitan desde otras culturas son claramente ajenos; muñecos de plástico perdidos en el césped del
fondo. Todos desean por ella y para ella. Mis ojos lo vieron así,
acaso pudo haber alguna esperanza que no haya entendido.
La belleza aquí, en cambio, es lo que el hombre ha hecho. Y
el deseo es el de poseer lo que él mismo ha creado, y a la vez
también ha fabricado ese deseo, espiral hedónico y siniestro
25