levanto, me tambaleo, no puedo. No me ven, me pasan, de costado, del otro lado, me muevo un poco, me estudian, me preguntan, me levanto, me señalan el hospital: son cien metros, ¿ usted puede?, ¿ camina?, él puede, dejeló, ¿ camina?, cuidado el auto, ¿ no ve?, la bocina, son cien metros, ¿ podrá?, dejeló, ¿ camina?, él puede, ¿ lo acompaño?, dejeló.
Me dejan, solo, y rengueo, al hospital.
Un recinto rectangular, unas sillas, en filas, en auditorio, tres puertas, al fondo, cerradas, nueve personas, sentadas, que esperan: y mi rodilla que gotea, apurada, y mi pantalón que absorbe, despacio, la mancha. Me siento en primera fila, de frente al televisor, a la cartelera, a las tres puertas, en el centro del recinto, entre paredes rectas, grises, a veces celestes, ajadas. Leo la cartelera, textual: No tire su hijo a la basura; dar en adopción es un acto de amor. Miro las fotos: un recién nacido, desnudo, bastante sucio, en el basural, una raya negra, gruesa, y otro recién nacido, al otro lado de la raya, arropado, lavado, en brazos de alguien que no se ve. El televisor escupe imágenes, como estertores inaudibles, que saltan, se mueven, parpadean, no dicen. Clavo la vista en las puertas: son tres, cerradas. Dos minutos, cinco, diez. Leo el cartel, por enésima vez. Veinte minutos, veinticinco, cuarenta. Son tres puertas, cerradas, y treinta personas, sentadas, mirándolas, acaso preguntándose si detrás de las puertas hay algo, o alguien. Una hora, un suspiro; la pierna rígida, el pantalón roto, pegado a la piel, y una mancha reseca, menos roja, más negra. Una hora y diez, y doce, y veinte: se abre la puerta del medio, y la de al lado y la tercera. Las puertas toman ritmo, se abren, se cierran, en vaivén; las personas se mueven, caminan, se van. Me llaman: me levanto, de a poco, arrastro la pierna, me atienden, me rompen el pantalón, me despiertan la sangre, que chorrea, me desinfectan, me cosen. Salgo a la calle, el pantalón rasgado, los mocasines cansados, golpeo el asfalto que refracta el sol de las dos. Rengueo, despacio, la vereda angosta, la baldosa rota, la señora de las compras, el señor del perro, evito el pozo, la raíz del árbol, el dolor; me agarro fuerte, de los mármoles, de lo que puedo, y miro el piso, porque un poco me avergüenza mi imagen, sin una pierna de mi pantalón, y esas manchas sobre mis mocasines nuevos, ahora gastados, de gamuza sucia. Llego, con esfuerzo, cien metros, a la farmacia.
Un recinto cuadrangular, un mostrador, unas rejas blancas, tres mujeres arrugadas, caminan, se entreveran, se chocan, detrás del mostrador. Doce personas, amansadas, de pie, abrigadas, esperan, de este lado del mostrador: ¿ obra social?, no cubrimos, siguiente, ¿ la receta?, aguarde, siguiente, ¿ obra social?, aguarde, ¿ su carné?, está en falta, aguarde, el mes que viene, siguiente, ¿ obra social?, no cubrimos, siguiente, aguarde. Un poco me atonto y espero, receta en mano, siguiente, me dan el calmante, el antibiótico, son noventa y seis pesos, con el descuento, cincuenta y ocho, pago, y salgo al frío, que se afianza, fuerte, a mi pierna desnuda, me congela, me despierta un poco, mientras camino, rengueando, a la parada del colectivo: son cien metros, ya falta menos. El treinta y nueve arremete, frena donde puede, la fila sube, obediente, de a uno, y entro yo, despacio; me agarro, subo la pierna, en dos tramos, rebusco las monedas y las tiro, de a una, en la máquina: corriéndose al fondo, mira el chofer, la masa, por el espejo; recibo el boleto, me corro al fondo, me ceden un asiento, un joven despierto, le agradezco, y rechazo la oferta, porque de todos modos, la pierna no dobla, está rígida, en vertical. Traquetea el camino, bambolea el pasaje, a conciencia, el chofer. Me bajo, son cien metros, para llegar a casa, solo, y reposar la pierna, con hielo.
Un colchón blando, unas sábanas desteñidas, una almohada anémica que le presto a mi pie, y mi cabeza queda huérfana, sobre el respaldo duro, de madera, que se recorta contra la pared que la humedad descascara. Los hielos se derriten, despacio, en la bolsa de goma, que me aplasta la herida, que sangra, pero me aplaca el dolor. Miro el techo que irradia, ahora, una incomodidad persistente, que quiero mitigar. El interruptor quedó lejos, me resigno, desde la cama. La luz se empecina, me enceguece, entorpece la sangre, que transita, como torrente, por el circuito venoso, que se inflama y quiere estallar. Me acuerdo, de repente, que no cobré la jubilación. Era el último día. Tendré que tramitar la supervivencia, mañana, o pasado. Y mi boca, hasta ahora muda, dispara contra el techo blanco una puteada enérgica que a nadie le llega pero que me calma como a un niño desnudo en el segundo ingrávido que vuelve imperceptible la luz que me encandila
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