El Corán y el Termotanque | Segundo número | Page 33

El Corán y el Termotanque Novela por entregas Capítulo vi 1959 A Ana Rosa le gustaba un chiste. Se lo contó un primo en una tarde clara de la infancia que bien podría ser una de las tantas mentiras del recuerdo. Nunca lo repitió ante nadie. Aquel primo, con un brillo en los ojos y como si le revelase un secreto, hizo una analogía con el nombre del sexo de la mujer y el de una fruta. Quedó maravillada y sin entender, al principio. Luego los caprichos de la memoria grabarían aquel episodio y ya nunca más lo olvidaría. Con los días presintió que detrás del sexo entre el hombre y la mujer existía un mundo para siempre difuso, de reglas cambiantes y de oscuridades, cuyo nombre sería algo como sentir un olor con la piel. Seis meses pasaron desde aquel atardecer con encuentro debajo de la gran planta de mandarinas. Ana Rosa encontró, por la mañana y en el umbral de su puerta, tres jazmines blancos, uno a la vez. Cuando halló el segundo, claro y puro en la mañana fuerte, su corazón creó un lugar fijo para alguien cuya principal virtud era el misterio. Sólo podía recordar de aquella tarde una mano áspera, el cabello largo y descuidado, y unos ojos demasiado intensos, como si tuviesen prohibido mirar. Y en las noches el aroma dulce de las flores muertas le erizaba la piel. Capítulo vii 1959 El 21 de diciembre amaneció oscuro. A las ocho la mañana turbia se vio herida por el primer rayo de sol del verano que se erguía con pie joven detrás de las nubes. En toda la provincia de Santa Fe cantaron todos los pájaros sus nombres olvidados. La tarde confundió las horas y un atardecer lento y tardío promovió la noche en la que Ana Rosa no dormía. Por algún tiempo había estado cumpliendo una vigilia que la vencía bien entrada la madrugada, mientras una descarga lenta y tensa la apretaba contra las sabanas. Cerraba lentamente los ojos y sentía cómo la noche se formaba grande y silenciosa a su alrededor. Podía reconocer los hechos internos de la oscuridad: el caballo pastando en el baldío de la vuelta, los árboles callados en las veredas y el sereno del hospital saliendo a escupir y fumar. Las aves nocturnas, siempre cruzando el cielo con su graznido blanco. De repente un silencio diferente ocupa el afuera y una presencia invisible modifica la rutina de la penumbra. En un segundo largo no sucede nada y luego, clarísimo, se oye el arrastre de un pie sobre el piso de ladrillos. Ana Rosa abre los ojos, alertada. En dos pasos estaba junto a la puerta, felina, desconocida de sí misma. El cuerpo se le puso duro y abrió la puerta de una vez. Aquella misma mano que le entregó la fruta ahora soltaba un jazmín blanquísimo a sus pies. Ella respiró hondo y dio un paso atrás. Él se demoró un segundo para saber que comprendía lo que estaba sucediendo. Entró y se quedó parado en una oscuridad plena. Algo blanco se movió cerca y luego el mundo se le hizo tangible en un cuerpo de mujer. Los días que él regresaba a su casa, lo hacía después del mediodía y se iba de madrugada. Ya no traía flores. Ella sentía una belleza diferente en las sombras que el espejo le devolvía y lo esperaba con los cabellos húmedos y una impaciencia tonta. Cuando se iba, todavía de noche, no quería ser oído. El amanecer lo agarraba cruzando campos verdes y enormes. Entonces el sol hacía de todo un galpón vacío lleno de luz y él sonreía con el corazón convertido en un conejito feliz. El nombre Ana Rosa Pacheco le sonaba como una oración en contra de la soledad. 33