El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 10

nuevamente en el cuaderno. Mañana será otro día, me digo. El hecho es que no quiero que esté sola, por eso sigo viniendo. Las primeras veces, cuando sentía que el dolor inevitablemente me iba a vol- ver loco, traía el equipo de música pequeño de mi casa y ponía a un volumen bajo las canciones que le gustaban. Aunque el sonido era tan asordinado que prácticamente ni siquiera yo lo podía escu- char, al poco tiempo tenía que apagar la música porque lloraba de desesperación. Me deben mirar como un loco los que no me conocen y me ven por primera vez acá, sentado en un pasillo del cemen- terio. Los que me conocen, ya saben, lo entienden. La distancia entre la locura y la razón parece ser un asunto de comprensión, diría más: de empatía. No es normal, tampoco es ilógico. Mi familia lo entiende así, y eso me tranquiliza un poco, hace que no me sienta tan extraño. Siempre me interesa- ron los cementerios, es la verdad, pero nunca pensé ni por casualidad que me iba a pasar tanto tiempo en uno y sin estar muerto. La palabra exacta no es interés, sino más bien algo así como fascinación. Cuando viajamos a Europa con Luciana una de las primeras cosas que quise hacer fue visi- tar el cementerio de Père-Lachaise, donde está la tumba de Oscar Wilde. No es que me gustaran en particular las tumbas de escritores, era Luciana sobre todo la que leía y en definitiva podía inte- resarse por esas cosas. Yo no había leído a Oscar Wilde, pero sabía que su tumba ya vista desde una cierta distancia tenía algo que llamaba la atención. Marcas de rouge, por todos lados. No había casi espacios que ocupar. Cuando uno se acercaba veía una multitud de besos superpues- tos. Luciana me dijo dos cosas aquella tarde en el Père-Lachaise que se me quedaron profun- damente grabadas: la primera, que no eran sólo mujeres las que dejaban esos besos; la segunda, me dijo que los dejaban porque en las novelas de Oscar Wilde hasta el lector más distraído puede dar con la idea recurrente y única de que el amor está condenado a desaparecer tanto como la vida de quienes aman. Además, Luciana, que me miraba como había hecho los primeros días que nos conocimos, agregó que el mismo Wilde confesó poco antes de morir que nunca encontró el amor verdadero y que lo peor de eso no era que no existiera o que él cre- yera o estuviese convencido de que no existía, sino justamente que él, Oscar Wilde, no había tenido la sabiduría, la valentía o la suerte de encontrarlo. Le recuerdo esa anécdota a Luciana o, mejor dicho, a la Luciana que mira a cámara y sonríe, le recuerdo la anécdota a la foto que siempre llevo conmigo. Me consuelo en parte, porque yo sí pude encontrar un amor verdadero pese a todo. Hablo a media voz, porque hay otras personas que vinieron a cambiar 8