El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 11
las flores y el agua en el mismo pasillo donde estoy sentado.
Entra frío por las dos entradas y en un rato me tendré que
ir a casa, como todos los días. Durante las primeras semanas
tuve intenciones de dormir acá. Suena terrible, pero no lo
es: está comprobado que la desesperación puede llevarlo a
uno a hacer las cosas que jamás imaginó. ¿Quién es la chica
de ahí? Me está hablando una nena, señala con un dedo la
foto y rápidamente se acerca un poco más, casi pega la cara
a la imagen, me mira y me pregunta quién es la chica de la
foto. No debe tener más de siete u ocho años. En un futuro
no demasiado lejano podría haber sido nuestra hija. No se
parece en nada a Luciana, sólo el cabello. Tiene pelo largo,
lacio y de un rubio blanquecino. Me dice nuevamente algo,
esta vez no llego a comprender qué me dice. Tengo en la
mano la muñeca que me dio. Seguramente son sus padres
los que más allá, donde casi termina el pasillo, renuevan las
flores marchitas de un jarrón. La miro con ternura y no sé
qué decirle. Ella me mira y está como pidiéndome que haga
algo con esa muñeca. Yo siento ganas de llorar, pero me
contengo. Guardo la foto en el bolsillo del pantalón.
La madre es alta y rubia, como ella. Tiene un ramo de
flores violetas en la mano y se las alcanza al marido. Vini-
mos a visitar a Rocío, dice la nena. La miro. Mi hermana,
que está acá, aclara. Me corre un frío por el pecho. No voy
a llorar, me digo para mí mismo. No voy a llorar. Luciana
la levantaría del suelo y le diría algo para divertirla. Pero
Luciana está ahí encerrada y yo estoy solo y no sé hacer
jugar a una nena. Mi hermana nos debe extrañar, me dice la
nena y sonríe. ¿Me extrañará? Mi mamá dice que nos debe
extrañar allá en el cielo, donde de verdad está, me dice. Le
devuelvo la muñeca. Contengo una vez más las ganas de
llorar, me limpio la voz y le digo: seguramente. Sí, dice ella.
¿Vos qué hacés acá?, me pregunta. Ahora su cara es seria y
preocupada. Tiene la muñeca en brazos y la acuna, despa-
cio, sin darse cuenta de lo que hace.
Nunca le pregunté a Luciana si jugaba con las muñecas
en su infancia. Parecía siempre tan adulta, que no me lo
imagino. ¿Venís a ver a tu hermana, como yo?, me pregunta
sin sacar la vista del vaivén lento que hace con las manos.
No, le digo. Ella me mira. Sostiene la mirada en mí, como si
no me creyera. Tal vez no crea nada de lo que le diga. Y en
el fondo no sé qué decirle. Me sirvo un mate. Está helado,
como el viento que corre por el pasillo. Sí, le digo, vengo a
ver a alguien. Ah, dice ella. Parece olvidarse por completo
de mí y enseguida se concentra en su muñeca, en una inti-
midad repentina le dice unas palabras que no llego a escu-
char. Creo que le habla de Rocío o de que debe dormirse.
Sus padres están terminando de poner las flores. La madre
me mira y yo también. Me sonríe. La saludo con la mano.
La nena se concentra otra vez en su muñeca. Hace frío, le
digo, deberías ponerte una campera. Se mantiene todavía
en esa intimidad de una niña con su muñeca. Sí, responde,
siempre hace frío acá cuando venimos.
En más o menos una hora van a cerrar el cementerio para
las visitas, como todos los días. Ya Marcelo relevó a Carlos
en su puesto. Se queda vigilando en la pequeña casita de la
entrada. Le ofrecería a la nena un mate. Con Marcelo siem-
pre tomamos unos amargos. Me hice amigo de él cuando
empecé a venir al cementerio. Al día siguiente que murió
Luciana tenía tanta desesperación que me vine de noche,
estacioné la camioneta en la entrada y Marcelo me salió al
encuentro. Tenía cara de asustado; después comprendí que
esa cara no reflejaba un miedo, sino una sorpresiva com-
pasión. Nunca se me cruzó la idea de que el cementerio
estuviese cerrado, yo vivía como en una niebla espesa, fuera
del tiempo, una niebla que sigue, se disipa pero vuelve, y
vuelve. Esa noche tomamos mates, cebaba él, yo lloraba y
temblaba. Así fueron los primeros meses. Pero después de
un tiempo, como todo, uno empieza a acostumbrarse. Pri-
mero a la idea, después al hecho. Te das cuenta a la larga de
que la vida sigue, fuera de uno. Y eso mismo, que la vida
siga como si nada mientras estás sufriendo ese sufrimiento
sin palabras, mientras adentro la niebla promete quedarse
para siempre; eso te parece injusto e inaceptable al princi-
pio pero después es lo que te puede salvar. Sacarte un poco
de la niebla, eso puede, como le dije ayer a Marcelo.
Marcelo me contó en una de esas noches que durante
mucho tiempo venía un tipo, estacionaba su camión
mirando hacia la puerta y encendía las luces. Así se quedaba
durante horas. Era repartidor nocturno de leche y su hijo
de ocho años se había muerto ahogado en la pileta del club.
Qué le iba a decir, me cuenta Marcelo. Lo dejaba estarse
ahí estacionado durante horas, con las luces iluminando la
entrada y la tumba de su hijo. Nunca se bajó del camión.
Nunca intentó entrar. Era la imagen del dolor, decía Mar-
celo, y agregaba que uno, más tarde o más temprano, se
resigna: es así, no queda otra, la vida sigue. Cada vez que lo
dice me convenzo más de que aprendió a usar ese latiguillo
para poder trabajar en un lugar como éste.
La nena me mira y me doy cuenta que quiere decirme
algo. Cuánto tiempo hace que me está mirando, me pre-
gunto y no tengo respuesta. La madre le hace una seña. Me
vuelve a saludar. También el padre levanta una mano en
dirección a mí. Ahí voy, dice la nena, aún observándome.
Pienso en que quizás cuando llegue a su casa, mirará el cielo
y le hablará a su hermana de mí y de la foto y le contará lo
que le pasó en la escuela. Antes de darme la espalda, me da
un beso en la mejilla y cuando le estoy diciendo algo, ya ni
sé qué, me pide silencio, que hable bajo, que voy a despertar
a la muñeca. Nos vemos otro día, le digo. ¿Somos amigos?,
me pregunta. Eso quería decirme, seguramente. No se ani-
maba, pero eso quería decirme. Sí, le digo, somos amigos.
Sonríe. Parece feliz. Ahora sí me da la espalda y camina.
En eso me pongo a pensar en el silencio de estos lugares.
Hay días en los cuales el silencio es más profundo. En este
momento no tanto, porque cuando cae la tarde las palomas
vuelven a sus nidos en los pinos y se sienten los movimien-
tos de las ramas y las hojas. Luego, nuevamente, el silencio.
La nena toma de la mano a su madre. Lleva la muñeca
dormida en sus brazos. Tengo que irme, porque van a
cerrar el cementerio para las visitas. Ya no queda gente, no
hay nadie. Me levanto despacio; siento un calambre en las
piernas. Estuve mucho tiempo sentado y las baldosas hacen
doler el cuerpo, como el mármol
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