El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 34
ISIS EN LA
CIUDAD
Por Federico Ferroggiaro
Ilustra Gastón Barticevich
C
onsideró el gobierno municipal que no
representaba un riesgo para la ciudad cederle
a isis el control de la cortada Barón de Mauá.
Una calle céntrica, sí, pero que no alcanza los
cien metros, con escasa circulación de coches
y de vecinos, pródiga en mendigos y borrachos; sucia, ana-
crónica, deslucida. Una calle que bien podría trasplantarse
a un barrio, a Saladillo o La Tablada, sin que eso fuera
en detrimento del coqueto paisaje del centro. Además,
reflexionaron los miembros de la gestión, cuántos militan-
tes podrían acomodarse en un traza tan estrecha y, encima,
con pocos negocios: unos tres hoteles, otros tantos bares
de higiene dudosa y el boliche donde se ven las carreras de
burritos, que constituyen un bastión de la identidad local y
sus clientes, estimaron, bien sabrán defender la cuadra de
cualquier transformación abrupta o desatinada. A su vez,
para evitar desbordes, que las cosas se confundan o se gene-
ren malos entendidos, apostarían una patrulla permanente
de la Guardia Urbana Municipal que mantendría en sus
límites a los futuros flamantes habitantes de la cortada.
De esta manera, al poco tiempo, y con el silencio anuente
de los medios de comunicación, que estaban ocupados dis-
cutiendo el aumento del agua y de los taxis, desembarcó el
primer contingente de combatientes de isis en Barón de
Mauá. Más que desembarcar, bajaron de unos micros que
la Subsecretaría de Cultura charteó para que el arribo fuera
discreto y los comedidos pensaran que se trataba de turis-
tas comunes y corrientes, nada más, aunque con capuchas y
metralletas. Al principio, como no pasaban de la treintena,
de hombres, claro, porque a las mujeres, que las tenían, es
lógico, no las muestran mucho por cuestiones religiosas
que escapan a mi conocimiento, todo venía tranquilo, sin
problemas. Para acomodarse, se levantaron unas carpas tipo
gazebo por la vereda del Fontanarrosa y le daban un aspecto
a remake de esos célebres acampes en la Plaza de Mayo que
empezaron allá por los noventa. Se los veía andar, en gru-
pos de dos o de tres, subiendo y bajando la calle, charlando
de cosas de ellos, vaya uno a saber, de camellos y de Alá,
supongo, anhelando el desierto o el tronar de los obuses
sobre sus cabezas.
Algún descuido o desatención de los guardianes de la
gum –nadie sospechó que los corrompieran– permitió que
los milicianos se filtraran en las inmediaciones y comenza-
ran a pulular por las cuadras aledañas. Al principio resul-
taba extemporáneo pero pintoresco eso de ver tanta ropa
típica entre los jeans y los trajes de nuestra gente, como si
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