El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 33

Por Beatriz Vignoli «¿ Estás?» ra Sucios y horribles dibujos
Encontré demasiado tarde el mensaje. Cuando llegó, yo estaba sepultando en el terreno del fondo a mi gato el Negro, muerto de repente en la madrugada. Cuando al fin encontré el mensaje, tímido amague de anuncio de la muerte de mi antiguo amigo E., ya hacía meses que E. era cenizas. E. había muerto pocas horas antes de que el Negro, que tenía una capacidad especial para percibir a los habitantes de mundos sutiles, se acercara a mi cama parloteando aterrorizado. Serían casi las dos del 7 de agosto. Pensé que el gato solamente quería molestar; me di vuelta de cara a la pared y me dormí. Cuando me desperté, seis horas más tarde, el Negro yacía inerte en el piso junto a mi cama.
Peronista y católico hasta el fin, E. eligió día de San Cayetano para morirse. Por esas cosas de las amistades rotas, no nos despedimos. O sí. O mejor dicho, se despidió él. Vino a hacer algo más que despedirse. Vino a matar. A vengarse. Los espíritus recién desencarnados suelen volverse iracundos. Yo lo abandoné. Pero no se quedó solo. El amor de mi vida lo acompañó en su agonía. Fui un estúpido al presentarlos. Pensé que se llevarían bien, teniendo tantas cosas en común: una infancia pobre, una profesión … No me equivocaba. Ahora mi antiguo amor lo es además de un hombre cuyo nombre ya no corresponde al cuerpo que nombró durante más de seis décadas. A E. lo borré de mi teléfono pero no de mi correo, donde aparece cada vez que le escribo a un tocayo suyo.
Se debe haber hecho cremar, supongo. Tarde entré a su muro, donde un colega envidioso( a quien E. había secretamente despreciado en vida) publicó día a día un lúgubre álbum de fotos de vacaciones, tomadas en los mismos lugares de veraneo que E. mencionaba en uno de sus libros. Esos nombres póstumamente manoseados habían sido sus contraseñas de acceso a algo que E. había creído reconocer como la felicidad
31