El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 24
del reloj. Como quien sale de un círculo del infierno para
sumergirse en otro, salió de la abrigada cama enfrentando el
segundo golpe del día: los grados de diferencia con el piso
de la habitación.
Lo que seguía era el aseo, la ropa y el desayuno en sole-
dad. La ducha de la mañana jamás la despertaba. Ni fría, ni
caliente, ni tibia, ni larga, ni corta. Simplemente no la des-
pertaba, como decían los especialistas de las ocho horas. Así
que, terminado el desayuno, ya estaba lista para salir. Y si
no lo estaba, poco importaba, porque en instantes el remís
la pasaría a buscar para llevarla al trabajo. Hola, a usted.
Buenos días. Que hacés vos. Etcétera. Su silla la esperaba.
La computadora encendida; hora de trabajar. Hoy debía
terminar el diagnóstico. Las últimas dos semanas las había
dedicado sólo a este diagnóstico. Se acercaba el principio
de la tercera temporada anual y era primordial su elabora-
ción, ya que de no hacerlo, de no entregar el documento a
tiempo… no sabía qué pasaría. Siempre lo había entregado
a tiempo. Cada temporada terminaba el diagnóstico y lo
ponía sobre la mesa de la secretaria de su jefe. Recordaba
aquel día en que pudo entregarlo directamente en la mesa
del jefe y éste le ofreció a cambio un tercio de sonrisa. Ese
había sido un buen día. No soñaba con esperar más que eso.
El sueño había quedado en su cama. ¿Qué había soñado?
Las siguientes horas fueron un poco más lentas. Siem-
pre era así. Antes del mediodía el tiempo transcurría casi
goteando. Como una herida imperceptible que sólo se des-
cubre cuando la mancha de sangre comienza a endurecerse.
Así, a la hora del almuerzo, descubría que había algo a lo que
se podía llamar tiempo, que la vida no se había estancado
en el retículo que formaban los paneles de plástico a media
altura entre el suelo y el piso. Por fin hacía una pausa de su
trabajo. Durante esas larguísimas cuatro horas no se había
dado el lujo de pensar en nada más que en esas larguísimas
cuatro horas. El trabajo era secundario. En ese momento la
lucha era contra el tiempo y nada más: las manos escriben,
los ojos leen gráficos, los oídos escuchan el ruido blanco
que forman las conversaciones de todas las otras personas
que comparten aquel hacinado espacio de oficina.
Se hizo la hora del almuerzo, dejó el sillón y enfiló apre-
surada hacia la puerta, casi corriendo. El objetivo era esqui-
var a aquella fracción de los compañeros y compañeras que
intentarían entablar conversación con ella y hasta ofrecér-
sele para un almuerzo en compañía. Decir no, no era una
posibilidad, así que la velocidad era determinante.
La fortuna estaba de su lado, el inicio de la temporada
encontraba a todos los empleados atados a sus máquinas.
Los nueve años de antigüedad le daban a ella la libertad de
salir a la hora pactada para almorzar. Al menos eso creía.
Era lo mismo, ya se encontraba fuera del edificio, dispuesta
a caminar las tres cuadras que la separaban del pequeño bar
en el que casi satisfacía su apetito. Había uno mejor a cua-
dra y media, pero allí iban todos sus compañeros, quienes,
enardecidos como niños en el recreo, vociferaban a cuatro
vientos cosas que no quería oír. Debajo de sus trajes veía
unos pequeños monstruos sin ojos que se carcomían la piel
mutuamente. Los nueve años de antigüedad, que hacían
de ella una de las veteranas de la empresa, le habían dado
esas lentes.
Cruzaba el paso peatonal esquivando bastones, niños,
maletines, y jubilados desubicados que no tenían mejor
idea que salir a la calle, pudiendo pasar las horas bajo sus
frazadas, durmiendo o tratando de recordar sus sueños.
¿Qué había soñado anoche? La esquina la encontraba
con un diminuto personaje, ya entrado en años, envuelto
en harapos y manipulando una descolorida guitarra. Aun
así le sacaba un buen sonido. Lamentablemente su voz no
acompañaba, su garganta estaba rasgada, casi que aullaba.
Aun así era un buen ruido. Cuando estuvo a algunos metros
pudo distinguir las palabras, aminoró drásticamente la
marcha para oír más:
Dos gotas de agua posan en mis manos.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.
La otra permanece allí.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.
Era realmente bello. Su voz estertórea y la música melan-
cólica contrastaba con lo que le parecía una dulce letra.
Quizás hacían un trío perfecto. La melodía quedó reso-
nando cuando pidió la comida. Una ensalada mixta y una
gaseosa dietética. El último sorbo lo dio ya parada: es que
la elección de la cuadra y media de más (que con la vuelta
hacían tres) y la de haber disminuido la marcha para oír la
canción, acortaron su tiempo y debía estar ya mismo en la
oficina. Llegó apenas un minuto tarde, por lo que enseguida
se puso manos a la obra, un golpe en el teclado despertó a
la computadora de su estado de reposo: si yo no duermo,
vos tampoco.
Las siguientes cuatro horas directamente no pasaron. Le
había parecido incluso que las agujas del reloj iban hacia
atrás. El diagnóstico ya estaba casi encaminado, no nece-
sitaba más que el empujón final. Pero ella se quedó pen-
sando en su escritorio qué había soñado esa noche ¿Estaba
nadando? Sí, recordaba nadar, pero nada más. Afortunada-
mente hoy, a punto de iniciarse la temporada, todos estaban
encerrados en sus cubículos, nadie interrumpió su medita-
ción. Sin darse cuenta volvió a mirar hacia el reloj: habían
pasado dos horas, quedaban sólo otras dos. Recordar el
sueño era el trabajo más arduo esa tarde, el resto era tercia-
rio. Irme de acá, recordar el sueño, entregar esta porquería.
Claro que porquería no era la palabra que había dicho. Ni
siquiera la pensaba. En su cerebro no había palabras, sólo
el sopor de las tres de la tarde, hora perfecta para la siesta.
¿Qué sería de su cama? Seguiría desarmada, en un intento
de hacer más rápido el tan anhelado encuentro entre su
cuerpo y el colchón. ¿La esperaba? ¿Era ella tan importante
para su cama como su cama para ella? Qué preguntas. Hay
que apurarse. Quedaba sólo una hora. Pero esta hora era la
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