El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 6
—Volvamos, nos estamos empapando.
Tenía algo feroz Evelina en las manos cuando regresaron.
Rompía las cáscaras de las almendras contra el mármol de
la mesa sin ninguna dificultad. Estallaban los diminutos
caparazones, volaban astillas. Evelina se llevaba a la boca los
corazones de almendras con movimientos abismados. Lila
la miraba y sonreía mansa, como la llanura.
Cuando empezó a anochecer, Iván prendió la leña y
asó papas, batatas y cerdo. Evelina descorchó un vino y lo
deslizó en el decantador. Cenaron hablando de los teatros
del mundo en los que Lila había disfrutado las óperas, los
ballets y las sinfónicas que ellos devoraban en discos; de
las plazas de los poblados europeos, de las especias con las
que engañan la vida por allá. Después la invitaron a moler
café. El aroma y el clima de exquisita comodidad le trajeron la certeza de que estaba en un hogar. Disfrutaron la
intensidad de ese sabor americano sentados en la alfombra
del living entre almohadones que imitaban el color de las
naranjas, de la arena, de las turquesas.
—Las dejo charlar. Me voy a acostar.
—Quedate todo el tiempo que quieras.—, dijo Evelina.
Y recordó que le había regalado esas mismas palabras a
Lila, cuando hablaron por teléfono. Era eso lo que deseaba.
Tenerlos cerca a ambos, todo el tiempo o fuera del tiempo.
Eso: dejar que la vida transcurriera, partiendo almendras y
moliendo granos de café, envuelta en la mansedumbre de
Lila, envuelta en la liviandad de Iván.
Pasaron la madrugada sin hablar de lo que cada una había
hecho de su vida durante los treinta años en los que no se
comunicaron. A ninguna de las dos les importaba. Preferían nombrar árboles, olores, caminos. Estaban retomando
la conversación que habían abandonado en el río. Ambas
tenían esa sensación de continuidad, de algo que había sido
imposible soltar, algo puro, genuino, noble, como el trigo,
como un conejo, como una almendra, como
una mano que acaricia a alguien que tiembla.
Amanece en toda la llanura. Lila decide
regresar al hotel de Rosario. En lugar de decir
adiós, pronuncia abrazándola para siempre:
—¿Estás bien?
Evelina no pudo contestar. «Bien» era otra
de las palabras que no le gustaban. Era una de
esas palabras lánguidas, cobardes, mezquinas.
Le miró hondo los ojos almendrados y rojizos de conejo y recordó que alguien le dijo
alguna vez que la cicuta tiene un aroma
parecido al de las almendras