El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 42

Y esa posible combinación valía la pena. A veces parecía querer mutar, ser otro fuera de las líneas, pero el impulso se le escondía detrás de alguno de sus diplomas, o del peso de todos ellos. Otras veces parecía cansado de verme y llegaba a detectar en sus ojos una tensión incómoda, como si detrás de esos lentes estuviera fantaseando con hacerme lo mismo que yo había hecho con las hormigas, para que no apareciera más por su consultorio. Que él fantaseara conmigo, aunque yo terminara siendo un juguete destruido, excitaba mis ganas de volver.
Pero en general su mirada era tranquila y franca. Me tenía una paciencia aséptica, no cálida, pero lo que más me gustaba era sentir que creía en mí, que me escuchaba atentamente y confiaba en cada uno de los síntomas que yo fabricaba para tenerlo cerca. Esa, para mí, era su forma de amarme y de jugar, aunque pareciera incolora, inodora, insípida y casi imperceptible. Yo tenía la esperanza de que, a futuro, eso tan chiquito podía crecerle e invadirlo todo, como un virus.
Aquel último día, ese hilo de confianza se cortó casi deslizándose, como un cordón que se va desatando mientras uno camina. Le expliqué síntomas que podían significar virus del Zika, dengue, gripe o la real nada, y al auscultarme me rozó un pezón. Pavesi primero desvió la mirada y cuando vio que no bajaba la mía, se sentó en el escritorio y tomó, apurado, el recetario. Tuve la ilusión de que ese ataque repentino, esa birome nerviosa( y azul, siempre azul) deslizándose sobre el papel, derivaran en un día y una hora afuera, o en un número de teléfono. Las manos estaban tensas y no dejaban de escribir, una hoja tras otra. Yo imaginé una carta de amor, palabras que relataran que hacía tiempo que me había dejado de mirar con ojos de semidios. Que él era un hombre, carajo, y a la mierda el Juramento Hipocrático y que ya no éramos médico-paciente. Que me había ascendido de bicho a mujer, a pieles continuas, a seres permeables; a carne cruda, lamiéndose.
Pero de golpe los olores volvieron a su rol de insecticida y el consultorio a ser una trampa con dientes; un escudo alerta, pero esta vez del bando contrario. Me dio recetas como para que no volviera en meses. Su dos más dos, su lógica contaminada por haber visto mundo y haber dejado de creer, lo llevaron a concluir que yo iba por las drogas y no por él. Las extendió casi sin mirarme, murmurando unas pocas palabras para avisarme que ya basta, que ya nunca. Intenté explicar, pero antes de que pudiera organizar las palabras en frases, me cerró la puerta en la cara. Así fue como en un solo gesto, yo me había quedado afuera de la realidad que compartíamos, como si al caminar uno pisara el cordón y se cayera, sin entender muy bien cómo, pero teniendo que aceptar que ya se está en el suelo.
Consumí todas las recetas como almanaques, como condenas de farmacia, y volví. Pero nunca más pude ubicarlo en el horario que tenía calculado con tanta precisión.
El día en que lo vi entrar al sanatorio frente a mi trabajo, supe que había pedido el traslado. Pero la casualidad me lo ponía adelante y era por algo. Ese día también habían vuelto las hormigas a casa. Pero esta vez no fui al supermercado por una jeringa, ni las consideré enemigas. Tiré azúcar sobre mi vagina y me tiré en el piso frente a ellas, con las piernas abiertas. Cuando el ardor fue insoportable fui feliz, como un bicho moviendo las patas, disfrutando de las texturas.
Ya casi eran las ocho de la noche y él estaba de turno. Me vería desnuda, consagrada y más viva que antes, aunque no quisiera, porque eso era lo menos importante. Yo había ganado el juego imposible en la adrenalina de recomenzarlo todo, en el olor que quedaba en el aire al retomar la cacería inútil.
Pude sentir el miedo y la felicidad latiéndome en un solo punto, como un dolor en la garganta que no acepta que lo ignoren, alcohol que quema y a la vez purifica; las sustancias y el placer en su alquimia infalible. Así vivía yo el amor, circulándome como otra sangre; alimentando su satisfacción en el cielo anticipado, pero nunca suficiente; como otra adicción que vive de esperas
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