El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 41

Por Flor Intheflowerland

De chiquita me gustaba acompañar a mi abuelo a matar cucarachas con el aparato que tiraba Flit. No sé qué era lo que más disfrutaba: si sentirme un elemento imprescindible para que el ritual funcionara( él decía que cuando yo no iba, no aparecía ninguna cucaracha); el hecho de compartir con mi abuelo un código extraño pero sólo nuestro; o, simplemente, el olor al Flit. Quizás fue entonces cuando mi mente comenzó a unir la idea del cariño con los químicos, con la destrucción y con todas las cosas que pudieran morir bajo el efecto de sustancias( Manu, por ejemplo, hace dos años).

Cuando el patio era mío, a solas, prefería las hormigas. No las mataba directamente, sino que primero las separaba en dos grupos. Pisaba las de la izquierda con suavidad y soltaba a las de la derecha, para ver cómo las auxiliaban. La coreografía de las sanas entre las heridas me dictaba la historia. Todas eran víctimas de guerra o de algún monstruo que había invadido la Tierra. A veces iban ganando o perdiendo, de acuerdo con la levedad o profundidad de los daños, pero Dios( yo era Dios), disponía que al final siempre murieran todas. No había buenos cierres o moralejas. La vida era así, simplemente. Tal vez Dios( el otro, el de arriba) también hacía eso con la humanidad. Estar eternamente solo no debía fomentar empatía hacia nosotros y lo merecíamos: como especie habíamos aprendido apenas a sostener nuestro egoísmo, colectivamente. Debíamos ser un espectáculo aburrido desde allá arriba; merecíamos que cada tanto alguien nos recordara qué poco estábamos haciendo para ganarnos un lugar protagónico en la historia de los tiempos. A mí, ser Dios sólo me hacía sentir importante, en contraposición a cómo me veía fuera de ese patio.
De grande casi no mataba bichos; había pocas oportunidades en mi departamento. Me mataba sola, con drogas que olían a Flit o a cualquier cosa que generara un efecto parecido al bienestar. Formas rojas, azules, redondas, cuadradas, con ojos; con gusto a reemplazo irónico de un amor cualquiera, decente, de los que alcanzan sin llenar.
El amor en serio era él: Gerónimo Pavesi. Era médico y yo lo había conocido después de lo de Manu; una de esas veces en que me sentí un bicho y nadie hizo el trabajo de Dios de venir a pisarme, sino que querían verme bien y tuve que responderles yendo hacia el otro lado con un coma alcohólico. Otra vez yo haciéndole el trabajo a Dios; otra vez peleándome cara a cara con lo que creía era mi derecho de elegir estar viva, o no. Pavesi hizo lo que pudo y lo hizo bien; me salvó. Yo me sentí redimida, parada frente a señales que me obligaban a mirar adelante, reclamando una segunda oportunidad para no cagarla.
A los pocos días llegó a mi piso un nuevo vecino, era acumulador y en el edificio empezaron a aparecer animales extraños. Los alacranes eran los únicos que me daban miedo, porque nos parecíamos. Esa coraza, ese aguijón a nuestro pesar. Si hubieran sido humanos nos hubiéramos querido, o al menos, comprendido.
Cuando aparecieron las hormigas en mi departamento, no tuve ganas de volver a ser una nena y me lo tomé en serio. Compré un par de jeringas que venían para eso y desaparecieron, por un tiempo. Manu también se había muerto con una jeringa demasiado fuerte. A él lo había llorado dos años, hasta que conocí al médico. Pavesi atendía la guardia de 20 a 6 de la mañana, semana de por medio. Yo atacaba su consultorio con distintos cuadros, cada vez más seguido. Lo de los bichos me venía fantástico, pero pronto me había inmunizado contra todos. Entonces tuve que inventar síntomas de enfermedades que estudiaba por internet.
Pavesi escuchaba cada palabra e iba anotando lo que le decía, separando la información en ítems azules. Me hacía sentir importante. Lo hice mi escudo y mi estandarte, mi semidios de cabecera en la Tierra, pero no podía asegurar si mi fidelidad le despertaba algún tipo de sentimiento. Era inescrutable como un frasco antiguo, opaco, cerrado y sin etiquetas, que mantiene la distancia y el misterio, doblemente, adentro de una vitrina también cerrada. Nadie podía saber si adentro había óleos, perfume, o veneno.
39