Por una curva del cerro árido un guanaco levanta el cuello y escruta el horizonte. A través de las patas en la tierra seca y caliente percibe la vibración, mueve las orejas levemente, alerta.
Un hombre. Un hombre en la Ruta 40. Un hombre en la Ruta 40 en una camioneta último modelo. Un hombre en una camioneta último modelo en el norte argentino. El sol llega al cenit, cuando los ríos y el horizonte parecen cerrarse en un instante cíclico de eternidad silenciosa. El hombre desgarbado con su traje blanco maneja imperturbable. Absorbe las bocanadas de aire acondicionado plástico y frío que despide el vehículo, en una especie de relación de dependencia simbiótica o parasitaria. El hombre maneja con un semblante de sabiduría, de virilidad. La camisa rígida le da aspecto de humanoide publicitario. Quizás por eso el semblante, pero él no lo sabe. Con una mano abre el envase plástico que contiene un sándwich industrial saludable. Descarta el envase por la ventanilla y se alimenta sin deleite. En esa cabina hermética se transporta, impávido del exterior. Hasta que bajando una pendiente la riqueza de lo que captan sus pupilas se le revela. Es innegable. Una oportunidad única. Clava los frenos y ahora los pies sobre esas tierras andinas, que reciben las pisadas como testigo inmutable y aciago. Resoplando por el calor abrasador, el hombre busca la piedra más apta para el fin, a semejanza del hombre anterior, que forjó la dignidad con el nacimiento de las herramientas. Con ella empieza a derrumbar los cactus más pequeños al costado de la ruta. Febrilmente, los derrumba. Podrá venderlos a muy buen precio cuando vuelva a la ciudad. En macetas de colores, con dibujos. En macetas de colores para decorar el departamento. En tiendas de diseño. Trescientos pesitos el cactus, sí. Orgánicos, sí. Bio-friendly.
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