El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 29
MARTÍNEZ
Por Oscar Castelnovo
Ilustra Ignacio Ledesma
Premio clarin de cuento 2007
E
sa lona andaba buscándolo. Martínez
lo supo cuando llegó al milésimo round. Ningún
combate la excluye, mas sentirla destino, verse
tumbado allá abajo, le edificaban rencores legítimos o no, según se mire. Rabia era. Una fiereza, como la
impetuosa corriente del río, que no revelaba en voz alta ni
tenue. Aunque sí en la mirada. En ella podía desentrañarse,
en ocasiones, qué bajezas y virtudes porfiaban su alma. Era
capaz de la hazaña o el fracaso, de juntar a los dos en un acto
o, de simplemente pasar la lengua bajo el borde del vaso
de vino, como si lo único verdadero fuese evitar que la
noble bebida se deslice por la pendiente. Rápida, la lengua
de Martínez se manda copa arriba al encuentro de la humedad rugosa.
Mientras la lona acecha abismo abajo, él se da coraje:
¡Martínez viejo, nomás!, se alienta, y en technicolor figura
un batacazo histórico, vislumbra un nocaut espectacular,
título de tapa, y de seguido revancha un festejo de los que
no se empardan. Así dale que dale, lengua que lengua, para
impedir el desparramo suicida del vino en ese hule berreta.
A trago lento lo abriga en su interior hondo. Y vuelta a
lamer el vaso, con disimulo, para que no exista gota que
quede desamparada a la buena de Dios. Porque no es posible que Dios disponga que las gotas, los mortales, las estrellas de la inmensidad o las diminutas hojas de comino, queden expulsados del lugar que les pertenece y vayan a parar a
sitios inmundos sin apegos ni sol.
Cada segundo un siglo. Cada pelea la final del mundo.
Martínez resiste, vistea y amaga. Martínez esquiva, dibuja
con las piernas y ladea su humanidad. Arrinconado, sale,
entra, zigzaguea y se tira contra las cuerdas. Las cuerdas,
son duros resortes que lo regresan al centro del cuadrilátero.
Ahí, en la mesa, se aferra a las copas sin titubeos. Entonces los recuerdos son mazazos en el alma. Las humillaciones, enemigos contundentes que demolieron sus sueños
de invicto así como las bestias destrozan la llanura en la
estampida.
Martínez, hijo de Martín. Marte: Dios de la guerra. Así
le había dicho que era la cosa una vieja que ve en el pasado
y adivina el tiempo por venir. «¿Habrá sido por eso, qué
los parió?» Que entonces le vayan a cobrar al tataraviejo
Martín quien, sin derecho ni sabiduría, esparció la leche
fundadora de una herencia huérfana de paz y de respeto.
Boludeces, dice la vieja. Porque así, en el medio del ring,
de nada sirve establecer los motivos reales o absurdos de una
condena al combate perpetuo. Ahora se trata de enfrentar
la circunstancia. A como salga: Izquierda en punta y si
emboca la diestra al otro le cuentan las mil y una noches.
Vamos Martínez, todavía. Quieren verte en la lona. El Día
del Arquero Suplente: que se vengan ese día.
El otro se le viene. Como un toro, se le viene al humo
para terminar con ese tal Martínez de una vez por todas.
Para siempre. Martínez vistea, esquiva, viene y va, puntea
de izquierda y le emboca el directo. Bien, Martínez, bien.
Aparecen dos rivales. No puede ser, se repite en voz
alta. Esto es un ring, debería ser uno contra uno, hay jueces, está el público, el intendente, todo el mundo lo está
viendo. Ahora son tres. Gancho al hígado, «ápercat» y
codazo en la boca. Nadie ve nada. Cuatro son. De puntín
en los huevos y crece la algarabía en el estadio. Cinco. Seis.
Siete contra uno. Abunda sangre en su rostro, cae y lo salva
la campana.
Le ponen el banquito. Cuestiona a los segundos, sus íntimos:
—¿Qué está pasando, che?, ¿por qué no hacen nada?
—Vos no te das cuenta que las cosas cambiaron. Ahora
las peleas son así.
—Ustedes también, hermano, ¿qué entongue hay aquí?
—Qué entongue ni mierda, son las leyes del juego, hacé
la tuya.
Sabe que está solo. El árbitro tiene guantes. Y los usa.
¿Qué hace, juez? El jurado aplaude. Así, carajo, celebra el
intendente. Lo tiran de nuevo. En el piso, un chubasco de
patadas lo deja grogui cuando termina otro round.
Se repone, suena la campana. Ahora sus rivales se le ríen
sentados cómodamente tras la humareda del ring–side. Los
segundos se fueron. El banquito no está. Tiene que pelear.
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