El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 22

LA RIC Por Nicolás Manzi Ilustra Pablo Ayala V i eníamos pateando tachos, pero todo tipo de tachos. A esa edad uno es tan anónimo y descarado como inimputable, por lo que decidimos mantener la clandestinidad todo lo que fuera posible. En cada vidrio que rompíamos negábamos nuestro apellido, y eso era lo que mejor nos salía: negar y romper. Empezamos por los farolitos que iluminaban el camino de acceso a un casco de estancia que había sufrido la transformación a club social y deportivo para gente fina. El asco nos daba puntería, las farolas saltaban solas. De ahí a volver caminando hasta el pueblo rompiendo todo lo que estuviera a nuestro alcance era un detalle de algo más amplio de la actividad a la que nos dedicábamos. Porque el tamaño de la ciudad era el de un pueblo, entonces, a falta de vehículos adecuados para los estragos, nos movíamos a pie. Pero andábamos rápido, de modo que no nos alcanzaran. Patear tachos requiere de una destreza: se trata de desparramar la mayor cantidad de basura posible en una sola patada. Por momentos se establecía una tácita competencia en la que también surgían factores determinados por el azar; por ejemplo, era más valioso patear un tacho que desparramara elementos podridos a uno que tuviera desperdicios sin olor, como metales o plásticos. Y eso era el principio. Después de la segunda incursión con éxito, decidimos organizarnos. Sabíamos que con un atentado más ya estaríamos en condiciones de empezar a aparecer en el pasquín del pueblo en letras catástrofe tipo «Vandalismo en la ciudad, aparecen tarros de basura desparramados en diversas vecindades». Nuestro plan entonces era anticiparnos: limpiaríamos nuestra imagen social por las tardes, y en la clandestin