El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 19
algo. Después perdimos todo.
Hasta ese momento, tenía 14000 en la cuenta, y dos mil
separados para la rula.
Empecé la segunda semana jugando cinco horas. Salí
derecho, lo que fue una suerte porque en un momento casi
pierdo todo.
Ni bien volví a casa, dejé la ropa de trabajo doblada en
una silla que había en la pieza y me metí a bañar. Julia miraba
tele desde la cama. Me di una ducha rápida. Tratando de
sacarme de encima la mufa de un día sin ganancias. Imaginando que el agua que caía sobre mi cabeza era un masaje.
Un mimo, ella diciendo «No importa si no ganaste».
Entré al cuarto con una toalla en la cintura. El perfume
del suavizante que usa mamá brotaba de la ropa de trabajo.
Sin dudas, Julia también lo había sentido. Busqué algo en
su cara que me permitiera saber. Pero seguía prendida de la
tele, haciendo de cuenta que yo no estaba. Junté las pilchas
y me fui al lavarropas.
—No me digás que te hicieron aprender a lavar.—, dijo
mamá, divertida.
—¿Dónde está el jabón?
—Dejame a mí.
—No, no. Yo lavo.— Insistí. Lo único que faltaba era
que se pusiera a gritar que estaba todo limpio.
El martes dije que tenía que hacer horas extras, arranqué
temprano. Me llevé una muda buena en la mochila, tenía la
sensación de que la gente del casino me estaba empezando
a mirar raro. No hay muchos tipos vestidos de metalúrgicos jugando a la ruleta. Durante las primeras horas le pegué
bien a la zona del 11. Almorcé un carlitos con un porrón.
Cuando volví a sentarme, la ruleta había cambiado de sector. Perdí unos mil quinientos pesos.
Me cambié en el baño y, antes de llegar a lo de mi vieja,
paré a correr media hora en una plaza que queda de camino.
También me ensucié, con un poco de grasa del auto, las
mangas y el cuello de la camisa.
Mamá se ofreció a lavarme la ropa. Le pedí que no usara
suavizante. Durante la cena, me preguntó por el trabajo.
Cosas simples, como el nombre del encargado, o qué tal
los compañeros. Traté de no darle información concreta, la
imaginaba haciéndole algún comentario a Santiago. El otro
trataría de pilotearla, pero la primera duda era inevitable.
Al otro día perdí dos lucas. Después, pagué una comprita
de ochocientos cincuenta mangos, y le eché doscientos
pesos de nafta al auto. Me quedaban nueve mil novecientos
cincuenta en el banco, más quinientos afuera.
Dejé el auto en el playón. Papá se acercó a ayudar con las
bolsas. Estaba preocupado por Julia.
—No sale del cuarto en todo el día.—, dijo.
—No pasa nada.—, contesté
La encontré mirando la tele, acostada, con el control
remoto sobre el pecho.
—¿Qué pasa, Julia?—, pregunté.
—Nada.
—¿Cómo nada? ¿Por qué no me decís lo que te pasa?
—No me pasa nada.
—No seas pendeja, Julia. Decime qué te pasa.
—No me pasa nada.
El viernes de esa semana, la cuenta estaba en 7600. Tuve
que sacar dos mil trescientos, para darle el sueldo a ella.
Quedaron cinco mil y pico. Tenía una mala racha, nada
más. En veinte días buenos quedaría como al principio.
Veinte días pasan volando.
Ella seguía acostada. Pensando sin remedio en Córdoba.
Mamá preguntó «Qué le pasa a esa mujer».
—Nada.—, respondí.
Pensé que iba a agregar algo, pero no. Sólo que me fuera
del comedor, que iba a pasar el trapo.
—El segundo sábado que no te toca.—, dijo cuando
estaba saliendo. Me hice el sordo.
Por la noche, el Leito invitó de nuevo a la casa. Julia no
quería ir.
—¿Por?—, pregunté.
—No quiero.
—Dale, che. Toda la semana laburando y no puedo compartir algo con mi mujer.
Hizo un silencio largo. Estaba sentada al borde de la
cama, descansando la cabeza contra la pared. Después dijo
«¿Cuánto tiempo estuviste sin jugar?».
—Años, Julia, ¿qué pasa?—, respondí.
—Hoy tampoco juegues.
El playón estaba reseco, salimos cubiertos de polvo,
ella puteaba porque se le ensuciaron las sandalias de cuero
blanco. De todos lados llegaban gritos, ruidos de las motos,
y música.
En casa de mi primo había unas veinte personas. Esa
semana se había llevado otra fantochada del casino. Compró unas cervezas para festejar. A las dos de la mañana estábamos todos borrachos. Yo bastante más que Julia. El Leo
sacó un mazo y preguntó a quién le tiraba reyes. No dije
nada. Saltó ella a contestar por mí: si te ponés a jugar me
aburro.
—Mala suerte en el juego, buena en el amor.—, me dijo
el Leito con una sonrisa.
Volvimos en silencio, no la presioné para que hablara
porque es peor. A veces se olvidaba y decía alguna cosita,
pero lo justo y necesario, ninguna conversación casual,
nada fuera de lo urgente.
Quise volver a lo de mi primo para decirle que no tenía
razón. La mala suerte en el juego no es buena para el amor.
Al revés: mala suerte en el juego, peor suerte en el amor.
Fui al baño a cepillarme los dientes. La encontré acostada, de cara a la pared «Tratame de loco, de hijo de puta,
lo que vos quieras —dije—. Yo, por lo menos, estoy intentando algo». No respondió.
Se durmió enseguida. El único aire acondicionado está
en la cocina. La habitación era un horno. Me levanté y
prendí un cigarro. Busqué el Caballito Blanco de papá. No
lo encontré. Tomé agua.
«Hay que leer la tendencia y después elegir a qué sector
jugar —dice el Leo—. Ganar es fácil». Diez mil por día. En
veinte días son doscientos mil.
Tiré el pucho dentro del vaso. Veinte días pasan
volando, pensé
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