El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 16

VEINTE DÍAS BUENOS Por Joaquín Yañez Ilustra María Victoria Rodríguez H ace tres semanas que nos vinimos. Julia dormía con la butaca reclinada. Los pelos pegoteados por la transpiración le daban el aspecto tierno de una borracha, o de un bebé. Me estiré para acomodarle los mechones que le caían sobre la frente. No habíamos cruzado una nube en todo el camino. Entrando a Rosario, la ruta proponía varias direcciones. Hay que agarrar la que dice Autopista a Santa Fe. La desperté en Circunvalación. Quería mostrarle los edificios del Fonavi. Se enderezó enojada, tenía la cara cruzada por las costuras de la butaca, y un ojo más grande que el otro. Nada le resultaba interesante por esos días. Ella no quería venir. Para convencerla, le dije que me habían dado laburo en la fábrica donde trabaja el Santi, que sólo pararíamos temporalmente en lo de mis viejos. —¿Qué pasa? —Mirá: el barrio. Los ranchitos de allá no estaban el año pasado, ¿no? —Ni idea, gordo. Bajo el puente de Mendoza se habían instalado varios vendedores ambulantes. Ella quiso comprar un salamín; no la dejé, mi vieja nos esperaba con la comida. En Donado seguían los mismos comercios de siempre: quiniela, rotisería, librería, pollería. La única diferencia estaba en las columnas de la luz y los cordones: habían pintado todo de Central. Parecía que Rosario estaba un poco más viva que Córdoba. Mamá nos recibió con alegría, como si estuviésemos de vacaciones. A ella le hice el mismo verso que a la cordobesa: vamos a parar unos días en tu casa, nomás. Santi ya me ase- guró que estoy adentro. Durante el almuerzo, mi vieja hizo un comentario sobre lo difícil que debió ser para mí estar tanto tiempo solo. Julia me miró. —No estuve solo.—, dije. —Bueno. Solo sin la familia, quise decir… Familia de sangre.—, aclaró. Después de comer, mis viejos se fueron a dormir la siesta. Ella también. Yo no estaba cansado. Me quedé fumando en la mesa, viendo unas peleas viejas de Space que me aburrieron enseguida. Arranqué para la esquina. Al rato cayó el Leito. Había ganado once mil pesos en la ruleta electrónica, a la noche se pagaba un asado. —Venite con la piba, primo.—, dijo. Ella, antes de decidir si se prendía, me preguntó si iban otras minas. —Sí —contesté—. Varias. Esa noche me tocó hacer pareja con el Chichi. Perdimos 250 mangos: cincuenta en el primero, cien en la revancha, y cien más en un bueno al que no teníamos derecho pero que nos dieron el gusto. En la última mano hice mentir a mi compañero. Leo reviró, y yo eché el resto porque igual, dando, quedaban a tiro de salir. Deslicé las cartas al mazo y ella dijo «Vamos» con algo menos violento que el odio en su voz. Mamá nos había preparado la cama. El olor a suavizante en las sábanas me dificultaba el sueño. Pensaba en paños de ruleta y en las fanfarronadas del Leo. Nadie gana tanto. El casino sólo pierde cuando no vas. Sin embargo, lo que planteaba tenía sentido: jugar fuerte a un sector, por ejemplo: 6, 14