EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA El coronel no tiene quien le es - Gabriel Garcia M | Page 37

sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor. —Tampoco quieren el cuadro —dijo ella—. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos. El coronel se encontró amargo. —De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre. —Estoy cansada —dijo la mujer—. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla. El coronel se sintió ofendido. —Eso es una verdadera humillación —dijo. La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. « Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa» , dijo. Su voz empezó a oscurecerse de cólera. « Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad» . El coronel no movió un músculo. —Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo —prosiguió ella—. Nada más que un hijo muerto. El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones. —Cumplimos con nuestro deber —dijo. —Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte años —replicó la mujer—. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo. —Pero se está muriendo de diabetes —dijo el coronel. —Y tú te estás muriendo de hambre —dijo la mujer—. Para que te convenzas que la dignidad no se come. La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia el mosquitero en busca del rosario. El coronel sonrió. —Esto te pasa por no frenar la lengua —dijo—. Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario. Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas