Realmente, la claridad intelectual en exposiciones escritas u orales no es otra cosa que un “proceso”, no algo que se dé de una vez por todas. Pero una lección no puede esperar, el muchacho tampoco. Naturalmente que una mayor claridad Se obtendrá cuando el alumno estudie en tos textos el tema explicado, pero la explicación misma tiene que ser clara. Creo que ejemplos de lecciones claras, que no por serlo perdieron su rigor, fueron las ya ilustres de Antonio Caso, de Erasmo Castellanos Quinto, de Mario de la Cueva y otros, y en el terreno de la palabra escrita, son insuperables las Lecciones Preliminares de Filosofía de Manuel García Morente, modelo a seguir, sin lugar a duda.
ASUMIR QUE NO SE SABE TODO
Tengo la plena convicción de que el hablantín más presumido, el sabelotodo más fatuo, sabe, en el fondo, que no lo sabe todo, de la misma manera que, al revés, a pesar de haber pecado por exceso de modestia. Sócrates sabia que algo sabía, esto es: que no sabía nada Creo que en el aula todo se reduce, en general, a un mal entendido. Existen profesores, quizás más de la cuenta, que por temor infundado, o por una falsa concepción de la autoridad intelectual, se obstinan en responder, invariablemente, a toda clase de preguntas formuladas en clase.
A esto nos referimos antes. Con timidez, y a veces con temeridad, simulan circunlóqueos sobre el asunto en cuestión, concluyendo casi siempre sin respuesta, o dando una cercana, o una equivocada, creyendo obscuramente al final, haber confundido al interlocutor. Si acaso no todos, sí hay estudiantes que se percatan del embrollo, experimentan compasión por maestro u, lo que es peor, le pierden respeto intelectual, a veces de por vida. Quien escribe, avanzado estudiante de Geografía en la escuela secundaria, no ha podido olvidar al maestro de Preparatoria que paladinamente nos informó que Sarawark está en Rusia, confundiendo en sus atropellos, según comprobamos después, a Sarawak con Samarkanda, y a Rusia con la entonces Unión Soviética. Luego, al rectificársele tímidamente, refrendó autoritariamente su error, y saltó a otro tema de inmediato. Mi esperanza adolescente de que más adelante se autocorrigiera, pues seguramente se trataba de un simple lapsus linguae, se hizo trizas, apareciendo en su lugar una punzante animadversión de mi parte, que hasta su muerte no quiso borrarse, y, en su tiempo, una especie de lo que los estudiantes llaman “mala voluntad” de él hacia mí. Si le hubiera llevado un mapa para mostrarle sus error, como candorosamente quise hacerlo para exhibirla mi sabiduría y que la evaluara positivamente, de seguro me hubiese expulsado. Yo sé que los parecidos fonéticos de los vocablos arrastran cómicamente hacia la confusión, lo mismo que ciertos casos de homonimia y otros, pero el profesor que la detecta tiene la obligación de rectificarse y también de asumir la posibilidad de la corrección de un alumno, soportando risitas, miradas y guiños intercambiados. Es su culpa, y su deber es prevenir y evitar, pues esta clase de enredos se toleran a los alumnos, que apenas fijan el conocimiento, no a los maestros, salvo casos inevitables y excepcionales de lapita. Recuerdo que en 1968 se hablaba mucho de Vallejo.
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