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repetitivo y monótono, el maestro tiene en sus manos (o en su cerebro) la posibilidad de salvarse.

Para que esto suceda con los mejores frutos, no sólo para el maestro, también y especialmente pan los estudiantes, que a fin de cuentas son ellos los receptores de la lección, aquél deberá estudiar constantemente y actualizarse. Si no lo hiciera, su ejercicio cotidiano lo transformaría, quizás, sólo a sí mismo, no a los alumnos, aunque su mutación fuera sólo de maestro mediocre a un gran conversador superficial, que

“sabe mucho” de aquello que ha repetido en años.

Y aquel maestro cuya sola aparente virtud es la de no tener inasistencias, sin impartir nunca, ni recibir, un cursillo distinto a los que da, sin dictar una sola conferencia en el año, ni participar en comisiones académicas o discutir con los colegas sobre los asuntos docentes y laborales, etc., a quien sólo se le ve cotidianamente pasar rumbo al salón de clases, ese maestro que, si fuéramos unidimensionales, sería el mejor de todos, ese maestro ¿qué calidad de clase impartirá?, ¿quién podrá evaluarlo, aparte de sus alumnos, si ningún otro ha oído siquiera su voz y no existe un solo articulo publicado para entrever sus posibles calidades?

El estudio constante actualiza al profesor, pero también lo hacen otras tareas anexas. El Dr. Fernando Salmerón, ex-director del Instituto de Investigaciones Filosóficas, me decía, cuando trabajé en ese centro que, para actualizarse, no había casi manera más efectiva y placentera que charlar con los investigadores más jóvenes y con los becarios, pues tenían

frescos sus conocimientos. Además, por su juventud, no eran dogmáticos y se podía discutir con ellos ampliamente. Esto mismo debiera hacerse en las escuelas, donde no hay investigadores, sino sólo personal docente. Infortunadamente, en las salas de profesores, maestros y maestras mayores se dedican a otros menesteres, menos a enfrentarse a la cultura, y, salvo excepciones, califican a los profesores esforzados e informados

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