Hace ya más de veinte anos una adolescente me dijo, fuera del aula, refiriéndose a algo en lo que estaba en desacuerdo conmigo: “Qué buscan ustedes, los adultos? De verdad te pregunto, profesor, ¿cuál es la onda?” Esa muchachita, Elia Nathan, es hoy investigadora en el campo de la filosofía de la ciencia. Pero en aquel entonces me desagradó la forma de verbalizar sus dudas. Mis tontos escrúpulos no admitían ciertas expresiones, a pesar de que me ubico en la generación del 68, por lo menos políticamente. Hoy, estoy seguro y lo afirmo bajo mi estricta responsabilidad, aunque directamente no me conste, el director general de mi escuela y aun el propio rector de la UNAM, han preguntado alguna vez y no sólo privadamente, “¿Cuál es la onda?” Más aún, sin que esto sea un elogio gratuito y servil, tales personas han utilizado esa expresión porque son hombres no sólo cultos, sino inteligentes. Los que se abstienen, puedo asegurarlo, son algunos, jóvenes o viejos, tradicionalistas y obsoletos,
Pero más vulgar que la utilización de las palabras llamadas “vulgares”, me parece, es utilizar un fragmento de la cultura de masas (una tonada o su intérprete, la muletilla de un locutor o el nombre del propio locutor, el chiste de un comediante, etc.), para ilustrar una teoría científica, filosófica o literaria. Hacerlo es, tal vez, hacer uso del efecto que produce, y convenirse así, en e1 mejor de los casos, en un profesor “efectivista”, lo cual no sería malo si eso ayudara a la comprensión, cosa improbable, pero sin duda es una vulgaridad Es la verdadera vulgaridad dentro del aula; no la vulgaridad del “vulgo”, de la gente común, del estudiante común; es la vulgaridad de la tontería, de la gansada, de la ramplonería, de la idiotez.
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