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n el año de mil novecientos cuarenta y tres, la Lagunilla era una de las zonas más populares de la capital, sus calles estaban repletas de curiosos que transitaban entre puestos ambulantes y tiendas en donde se exhibían diversas mercancías, desde joyas de metales preciosos, hasta comida de la más ínfima calidad. Destacaban los grandes almacenes de vestidos de dama especialmente confeccionados para fiestas de quince años y matrimonios. La parte más concurrida era el mercado, al que acudían todo tipo de compradores: gente humilde que buscaba buenos precios en los comestibles, intelectuales que deseaban obtener los libros viejos que ya no se adquirían en las librerías, compradores de muebles o artículos eléctricos usados, extranjeros que querían adquirir curiosidades, etcétera, etcétera. Entre la concurrencia no faltaban algunos de esos raterillos que hacían de las aglomeraciones humanas su fuente de sustento, ladrones que desde la niñez desarrollan facultades especiales para no ser descubiertos, detenidos y juzgados.

Dos adolescentes, de once y doce años respectivamente, conocidos en el hampa con los apodos de:

"El Perico" y "El Cuervo", se dedicaban con ahínco al hurto, compartiendo sustos y beneficios, sin otra distracción que la del juego de canicas que organizaban al fin de sus hazañas cotidianas, a un lado de la acera, en la cuadra de la vecindad en donde vivían, un callejón todavía empedrado por el que transitaban muy pocos automóviles; la contienda se efectuaba con todo el protocolo que había impuesto la costumbre: marcar la línea de salida, el límite de la concha y colocar un pequeño hoyo a unos metros de distancia para que el juego tuviera ciertas dificultades. Ambos contrincantes habían dedicado muchas horas a practicar y se sabían de memoria todas las mañas que una partida de canicas requiere, las reglas de la misma y la forma de violarlas.El lugar elegido para la competencia estaba exactamente enfrente de una tienda de antigüedades que atendía un viejo anticuario, calvo y miope, que cuidadosamente separaba la mercancía de los estantes, seleccionando

aquella que consideraba valiosa, objetos de lujo, reliquias religiosas o históricas que hacía pasar como joyas. Entre sus cachivaches encontró una ánfora de la época clásica griega, con colores brillantes.

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